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Teteras.... al aire libre. Reserva ecológica.

Las cámaras de la Reserva Ecológica son retoños de la era del pánico. Descubren o inventan a los ladrones, violadores, pervertidos e inc...

Las cámaras de la Reserva Ecológica son retoños de la era del pánico.
Descubren o inventan a los ladrones, violadores, pervertidos
e incendiarios que acechan por todos lados.



La aventura fugaz del sexo a la intemperie, la sabrosa chance de un cruce de clases como sólo puede darse en el espacio público, el riesgo que incuba, sea por presencia de los agentes del orden o por quienes están acostumbrados a quebrar ese brazo armado de la moral, todo eso puede encontrarse aún en el salvaje escenario de la Reserva Ecológica de Buenos Aires. Hay que esquivar ese “ojo de Dios”, claro, que no es tanto la culpa como la cantidad de cámaras vigilantes que pretenden controlarlo todo. Pero no lo consiguen, no lo consiguen.

Me enteré de que en la Reserva Ecológica hay como dieciséis cámaras buchonas, y que uno tiene que manejarse como el agente 007. Pienso que deben apuntar hacia donde está la orilla del río y las partes más transitadas. Así que hay que saber por dónde plantarse, y moverse por los senderitos que llevan al follaje más alto, que es el mejor escondite.”

Las cámaras de la Reserva Ecológica son retoños de la era del pánico. Descubren o inventan a los ladrones, violadores, pervertidos e incendiarios que acechan por todos lados.
Menudo panóptico acelerado por las circunstancias, el dispositivo óptico inhallable sustituye la mirada ciega de los rectos trotadores, que nunca (parece) se dan cuentan de nada. Los protege, en fin, de esos excluidos que pasan revista a las zapatillas de marca, o se recuestan sobre los desechos junto al río, siguiendo el andar de antílope de una loca.


La zona rosa es la única que hoy por hoy
no es alcanzada por las cámaras.
Jovencitos desocupados que, en cueros, quizá esperan apenas alguna oferta, aunque más no fuera de un porro a cambio de su ostentosa masculinidad: presa y cazador, roles intercambiables, se mueven por un momento en la misma isla urbana. ¿Se podrá observar a un chonguito sin ser, a su vez, observado por el ojo de la cámara? Una de las facultades más obscenas de esas cámaras no es tanto impedir el ingreso del caballo de Troya de los marginados a las áreas ricas, o vigilar los cruces puercos de las locas, sino que torna materia el fantasma del tirano interior.

Esa mirada, que está y no está, impide la amable sensación de que uno habita, sin más, una ciudad que se creía propia. En cada divagar en soledad, en busca de sexo, uno adopta a veces la pose del caminante con destino fijo. Si no hay un orden policial visible, habrá en cambio un dios cuyo ojo, aunque no te mire, siempre te está viendo y te convierte en una especie de inmigrante vigilado. Un pastor de almas GLTTBI fue no hace mucho retenido por Gendarmería, porque se lo vio en una pantalla arrancando una flor al pie de la Universidad Católica, en Puerto Madero.
Una loca tuvo que tener la misma destreza que en un colectivo para apenas rozar el bulto de un gendarme, mientras conversaban en un puente. “Acá no, está lleno de cámaras.” De todos modos, el peligro la estimuló. ¿Llegará el momento en que habrá una cámara en cada dormitorio, que nadie sabrá en realidad quién la instaló, ni si de verdad funciona?

Por lo pronto, veo dos locas hacer footing felino, con segundas intenciones, en el sendero principal, ajustaditas de short, rastreando el horizonte y atentas al vacilar de los bultos. Metidos hasta el cuello en las cañas, colegas gays invitan a un sexo sin sobresaltos para el bolsillo. ¿Estará registrando la cámara su lascivia?

Los chonguitos junto al río, sin embargo son, ay, más sabrosos para la fantasía de muchas (promesa de barbarie lumpen, que se habrá de vivir con más intensidad que el sexo codificado entre pares).

“A mí no me interesa esa angustia que, decís vos, es inherente al ligue clandestino y lo hace aventura. Yo busco satisfacer mi deseo y punto, no quiero correr peligro. Ni con la policía ni con el compañero circunstancial. Por eso prefiero para ligar una playa nudista vigilada, con su bosquecito, aunque hayas tenido que pagar la entrada”, se queja Javier, un español un poco harto de la subcultura de Chueca, pero para quien la búsqueda obsesiva y riesgosa del sabor chongo es la huella arcaica del ocultamiento y la represión de los homosexuales, de la que aún América Latina no pudo zafar del todo. “Como si fuera necesario sufrir para conseguir placer, o porque se consiguió placer. Paso.

El régimen gay estará en cuestión, con todo su esteticismo y el marketing, pero el pre-gay resulta indigno. La jerarquía macho/loca no me resulta justa. Democraticemos de una vez el sexo, para algo existió la liberación.” Claro que Javier no ha visto nunca convertido en una ménade a la Pedro, aquel manflor tremebundo de la vieja y sórdida Aldea Gay, que una tarde en la Reserva Ecológica descubrió a su chongo, el Palomo, repasando una revista porno, echado al sol, en vez de estar picando paredes. Jerarquía patriarcal invertida; ahí mandaba “lo femenino”. En cuestiones de machismo, no todo lo que relumbra es oro.

Calle de los Sauces paralela al río hacia el sur, 
libre de cámaras para pasar
un buen momento, con el “amigo” de turno. 
El antiguo corredor de regocijo porteño, configurado a principios del siglo XX a largo de la Costanera Sur y del que las Nereidas de Lola Mora es solo el más famoso e intacto de los rastros, tiene ahora de vecinos inmediatos el lujo de Puerto Madero y la miseria de la Villa Rodrigo Bueno, al lado de lo que era antes la Ciudad Deportiva. Por ahí estacionan, también, los camiones del Mercosur.
El neo-liberalismo impuso una geografía de fiordos urbanos, cortes abruptos y continuos entre familias bien y mayorías indeseables.


El paisaje de Buenos Aires ha ido variando, y los que son del afuera social –malandras, villeros, maricas, travestis y economía informal– son ahora la vida del adentro; la anomalía que sin embargo es norma. Ahumada por los chorizos al paso, paseo de familias de barrio constituidas como Bergoglio manda, dormitorio de cartoneros, despensa nocturna de travestis y revuelo de camiones, la Costanera Sur se yergue como zona de alegría, a la vez que zona de desastre. Los bolsones de riqueza quisieran evitar el mal de ojo que les provocan los pobres o los grasas, y las nuevas fortalezas hipermodernas de Puerto Madero parecen viejas paquetas que entreabren la cortina para espiar desde el piso treinta el universo cumbianchero de los bajos fondos, el divagar policlasista de las locas en la Reserva.

Alejandro Modarelli