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Té para dos.

No me gusta el té pero soy adicto a la “tetera”. Es un juego de sentidos, no de palabras. Cuando me escucho decir “soy adicto a la ‘tetera’”...

No me gusta el té pero soy adicto a la “tetera”. Es un juego de sentidos, no de palabras. Cuando me escucho decir “soy adicto a la ‘tetera’”, sólo pienso en una cosa: suena muy bien. Es una adicción maravillosa, y que mi relación con la “tetera” esté destinada a durar en el tiempo, no me angustia ni siquiera un poco. 
No critico a nadie por esto. Solo digo que, en general, mi vida no se ocupa en sostener las características del mundo. Tampoco en cambiarlo demasiado. Mi vida es mucho más modesta que todas esas cosas y yo, por lo general, soy uno de los que se queda haciendo el amor en el baño.


A veces empiezo a contar una historia por el medio. Otras la emprendo con el final sin darme cuenta de que el lector no entiende bien qué esta pasando. Pero no se trata de ninguna genialidad literaria. Tampoco es ese “faux vanguardismo” de los que se pasan cinco días en Paris aprovechando una oferta en los aéreos, o un novio con plata. Lo mío es desorden sin ninguna justificación. Les pido disculpas. Pero para los que no se dieron cuenta todavía, la “tetera” es cualquier baño público. En la “tetera” un grupo de librepensadores, de hombres de mente abierta que se niegan al sometimiento de la moral burguesa, se dedica a tener sexo. También se podría decir que se dedican a coger pero como antes use la expresión “libre pensadores, hombres de mente abierta que se niegan al sometimiento de la moral burguesa”, decir “coger” me dio un poco de pudor.


Todo baño es “tetera”: el de un subte, el de una estación de trenes, el baño de la Facultad de Ciencias Económicas o el de Tribunales, aunque los abogados que trabajan en el microcentro prefieren el cine porno que está cerca del Palacio de Justicia. La naturaleza de la “tetera” esta en su uso, no en su nombre.


Al nombre “tetera” se le adjudican multitud de orígenes. Todos falsos, demasiado ingeniosos para ser verdaderos, demasiado exactos en su prolijidad argumental. La vida, a veces, se permite ser pedestre. Pero qué importa el nombre. Dijo el poeta, alguna vez, que si le cambiáramos el nombre a la rosa eso no cambiaria su perfume. Me permito citar al poeta, de quien no recuerdo el nombre, no sólo por razones argumentales. También lo hago para hacer notar que tengo mi pequeña cultura y que no me pasé la vida practicando sexo oral en baños de estación. Los nombres poco importan. Si alguien valiera solo por llamarse Ernesto seguramente su importancia estaría en algo más allá de su nombre, en alguna cualidad que, incluso, hasta él mismo podría ignorar. Pero nada de esto importa en el tema que nos ocupa, porque si alguien que te la está chupando en el baño de la estación Palermo del subte “D” te dijo que se llama Ernesto, seguro que te dio un nombre falso.


Habrá quien afirme que tener sexo en un baño público es una depravación, un síntoma inequívoco de perversión. No voy a ocuparme en debatir esto porque sería largo y tedioso. Solo me permito decir que sostenerlo es, apenas, otra superstición moderna. Moderna y necesaria. Es la modernidad la que oculta el sexo en el ámbito de lo privado. La privacidad es el lugar adecuado para controlar el deseo. Deseo controlado, sujeto controlado, especialmente si el sujeto está destinado a trabajar. Los antiguos, que eran hombres sabios, no prestaban atención a estas cosas. Dejaban que el sexo se desplegara a su entera voluntad, y el lugar en donde deseo y sexo empiezan por invadirlo todo es el baño. Los baños eran un lugar de reunión hasta que la vulgaridad moderna los transformó en el sitio donde la masa bárbara va a descargar sus fluidos. Pero no todo está perdido. En medio de la decadencia todavía hay baños en donde se puede rescatar un poco de todo ese antiguo esplendor.


Ahora debería describir, minuciosamente, como se tiene sexo en un baño público, las prácticas más habituales, los ritos mas frecuentes. También podría contarlo todo dando una breve tipología de los sujetos que los frecuentan y de las características más adecuadas que debe tener todo baño para que se transforme más fácilmente en “tetera”. Puedo hacerlo. Me puedo ocupar de toda esta mecánica si ese es tu gusto y digo tu gusto porque todo lo relacionado con la tetera lleva siempre, de alguna manera, a la búsqueda de una satisfacción. La cuestión es de una sencillez abrumadora. Es tan fácil como pintar un cuadro, porque pintar un cuadro es muy sencillo, casi como pintar una pared. Lo difícil es ser Picasso.
Se empieza por entrar en el baño y fingir que se hace pis en uno de los mingitorios. Al principio no hay que mirar a nadie. No debería de pasar demasiado tiempo hasta que te des cuenta de que el que está al lado tuyo, en el mingitorio contiguo, hace lo mismo que vos. Si se gustan y siempre se gustan, basta un gesto y esperar el momento adecuado para que juntos se metan en el retrete y cierren la puerta. Lo que suceda dentro es un asunto de cada quien. Te dije que era fácil.


Existen también otras variantes. Están los que aprovechan un baño solitario y ni siquiera se ocupan de meterse en el retrete; los que se instalan eternamente en el mingitorio y molestan a los que sólo van a hacer pis. Porque hay gente que va al baño sólo a hacer pis. También están los que se exhiben frente a cualquiera sin pensar en el deseo del otro, onanistas de feria, la fauna que vive de los baños, que alimenta su deseo de lo que dejan los demás. Personajes que no cuentan, seres menores, personas que pueden definirse con tres palabras: no tienen estilo.






Te dije que era sencillo. Meterse en el retrete de un baño público con alguien se aprende con rapidez. Pero toda técnica alude a una mecánica mientras que el arte remite a la metafísica que vive en él y el sexo en la tetera es un arte. Quien lo practica solo manifiesta su deseo a quien lo esté buscando y a nadie más. Es como dibujar en el aire una obra que sólo una persona, en medio de una multitud, sea capaz de ver. Cuando es así se parece mucho a bailar, a bailar en medio de quienes no escuchan la música y no ven los pasos de los bailarines. Si la danza es armoniosa y los ejecutantes son artistas, terminan ambos encerrados en el retrete. Nadie los verá y podrán jactarse de ejercer un arte íntimo, único, tan único como ese momento en el que se encuentran. Una ejecución breve como también será breve, fugaz, el tiempo en que ambos permanecerán juntos.


Pero todo arte, mas allá de lo efímero de su existencia, tiene detractores, aunque en este caso deberíamos hablar de delatores. Recomendaba Bioy Casares dejar madurar el texto hasta que el texto mismo pidiera salir a la luz. Noble actitud que nos advierte del peligro del apuro. Cuantas veces, por miedo de perder a quien nos gusta, apuramos el trámite. Ejecutamos, sin que nos preocupe, alguna nota discordante, con el solo afán de meternos lo más rápido posible en el retrete con el que nos calienta tanto. Grave error. No deberíamos dejar de lado nuestro arte por algo tan superfluo como el apuro. Cuando nos abandonamos a él, nuestro dibujo en el aire, ese dedicado sólo a uno, es visto por quien no debería. Judas existe. Nunca falta quien llame la atención del guarda de tren, del vigilante privado del subte o de la universidad, con el comentario de que dos hombres se encerraron juntos en el retrete. Entonces viene la persecución, la amenaza, el escarnio publico. Un sujeto de uniforme que golpea la puerta del retrete y uno, que no se lo espera, debe acomodarse rápidamente la ropa y salir al mundo a enfrentar lo peor. No todo es placer en la vida del aficionado a la “tetera”. Yo mismo viví un episodio penoso hace algunos años en el baño de una estación de subte “D” que prefiero no mencionar. Dos guardias de la vigilancia privada no dudaron en invadir mi intimidad exigiendo el inmediato desalojo del retrete. Imposible negarse. Aun recuerdo los comentarios moralistas y sarcásticos que, sin ningún pudor, nos dirigían a mí y a mi ocasional compañero estos dos sujetos. Sin responderles me retiré del lugar, indignado.


Estoy convencido de que los seres humanos no hacemos lo que queremos sino, apenas, lo que podemos. Es por esto que no me preocupa que alguien me acuse de fomentar el sexo en los baños públicos. La “tetera” no es para cualquiera y el que practica esta noble y antigua actividad no necesita de mi estímulo. Ya cuenta con su propio deseo. Habrá quien se imagina un tiempo en el que la “perversión” del sexo en los baños sea definitivamente exterminada. Es una esperanza tonta porque eso no sucederá jamás. Yo sueño con el día en el que todos los aficionados a la “tetera” sólo practiquemos, con sutileza de maestros, el arte de este encuentro. Ese día todos los que van a los baños a hacer pis y nada más no nos verán. Ese día solo nosotros seremos testigos de nuestra felicidad.


Daniel Alvarez