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La fusión. Memorias de oficina

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José María Gómez |La fusión. Memorias de oficina | ¡Mis queridos! Prometo que muy pronto vuelven mis historias personales. Puedo recordar que, por ejemplo, mi madre era una mujer muy delicada y me consiguió un muchacho para que me cuidara el cual, teniendo yo menos de diez años, me mostró su sexo totalmente enarbolado y yo me puse a llorar. Mi madre oyó, todavía no entiendo cómo pues estaba a cien metros, y me quedé inmediatamente sin tutor.


La fusión. Memorias de oficina


Les paso el inicio de la novela que estoy presentando, en donde se cuenta la seducción y el ejercicio de poder (sexual) de un jefe de seguridad con un joven empleado. Como siempre, mis novelas hablan de “esas cosas”.




“Cuando golpeó la puerta yo supe que era él. Lo estaba esperando. No es fácil para cualquiera, y menos para un guardia de seguridad recién incorporado al Centro Comercial, tener una entrevista conmigo. Yo autoricé su venida. Así que levanté la voz para que le quedase claro y cuando entró, con los cabellos húmedos y oliendo a colonia, le ordené que se sentara. Me levanté luego de un rato, cuando terminé de leer el informe que había pedido sobre su desenvolvimiento. Antes de hacerlo me detuve en la foto que acompañaba la planilla y, como para constatar que era el mismo, lo miré fijamente. El muchacho no bajó los ojos. Los mantuvo firmes. Cuando llegué a él, rodeando el escritorio, quiso levantarse pero no lo dejé hacerlo. Apoyé mi mano fuertemente sobre su hombro derecho y le dije que no se preocupara. Que nos íbamos a entender. Desde atrás, inclinándome levemente, podía atisbar que mantenía abiertas sus piernas, firmemente apoyadas sobre la alfombra, y percibir la respiración agitada. Sobre su cuello intenso resbalaban algunas gotas que caían desde sus rubios cabellos y más cerca de él, bajando la cabeza, sentí el aroma perfumado de su piel, dorada, que se combinaba maravillosamente con la aridez de la lavanda. Bajé mi mano. Alivianándola, fui rozando su pecho cada vez más abajo, pero mis dedos comenzaron  a temblar de pronto, involuntariamente. Retiré mi mano con violencia, antes de que se incendiara. Volví a mi asiento. Más tranquilo, le pregunté sobre el honor de su visita. Mientras tanto, abrí un cajón de  mi escritorio y constaté que las esposas seguían en su lugar. Brillantes, me encandilaron un momento pero el fulgor de las mismas se apagó al instante. Cerré con cuidado. Delante de mí, el muchacho comenzó a hablar y el sonido de su voz, grave y aterciopelado, comenzó a irradiar sobre mis sentidos una catarata de estímulos que fueron invadiéndome, dañándome, sin poder resistirme mientras permanecía erguido y quieto sobre mi asiento. Cuando toqué fondo, cuando sentí que estaba por resbalarme y que, de hacerlo, habría terminado acurrucándome en la sentadera del sillón, me rescaté a mí mismo. Lo interrumpí secamente. Me miró sorprendido pero sin querer cometió un error imperdonable: se pasó la lengua por los labios, nervioso, al mismo tiempo que apoyaba una mano sobre su espalda dejando al descubierto, fatal, el hueco de su axila. Hiriendo el aire el olor, brotaron rosas que me dejaron sin aliento. Entonces reaccioné, como pude, para no asfixiarme. Comencé a hablar. Las palabras, vanas, sin sentido, que no lograban reflejar lo que estaba sucediendo, no obstante me dieron un respiro, aliviándome. Y cada tanto lo miraba. Pero no podía evitar, porque no quería hacerlo, que en cada coma, es decir, en los silencios que hacía en mi alocución para tomar oxígeno, se colase su cuerpo. Cuando terminé mi discurso, la construcción gramatical que había logrado olía tanto a muchacho que me dieron ganas de llorar. Entonces, desde lo más profundo de mí, comenzaron a surgir cálidas oleadas de sentimiento, imprecisas primeramente, más tarde perfilándose, inducidas por la visión de su rostro, cobrando intensidad, desbordándose, una curiosa tempestad de impulsos cuyo efecto más claro fue un repentino deseo de golpearlo, de echarme sobre él y apoyar fuertemente la palma de mis manos sobre su cara hermosa, de abrir la boca para beber de un sorbo la transpiración de su frente. Pero no hice nada. Le sonreí. Le dije que para su edad era muy atrevido. Se largó a reír. Apoyé fuertemente mis brazos sobre el escritorio para que no lo arrancara de cuajo el vendaval que desató su risa. Comenzaron a dolerme los puños por el esfuerzo de sostener un orden que amenazaba derrumbarse a cada instante, en tanto que la daga ardiente que se clavó en mi pecho se hacía insoportable. Me dijo que lo único que deseaba era progresar. Fue la señal. Me incorporé lentamente y cuando tuve la absoluta seguridad de que sus ojos azules me sostendrían, me eché de golpe sobre el escritorio. Arrastrándome, los objetos inútiles de oficina que estaban sobre la mesa se estrellaron contra el piso mientras llegaba al otro lado. Abrí la boca. Sus labios gruesos eran la exacta reproducción de la felicidad. 



 La fusión. Memorias de oficina