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Ismael (Dios oye). Tercera parte

José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos|   Otra cosa que hacía Ismael era meterse en mi cama. Subía las escaleras –descalzo y ap...

José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos|

 

ismaelOtra cosa que hacía Ismael era meterse en mi cama. Subía las escaleras –descalzo y apenas vestido con uno de sus calzoncillos azules– y se despatarraba sobre las mantas. Boca abajo, la espalda amplia dividida en dos por una columna algo desviada, me permitía observar su cuerpo como si fuera un territorio, el lugar anhelado cuyo descubrimiento exigía pasión pero también destreza. Un paso en falso, una deliberada equivocación trastocaría el objetivo, mudaría en frustración un deseo que nos pertenecía aunque era mía la necesidad de no interrumpir con deslices la línea capital que nos llevaría a nosotros mismos. Yo era un padre y él, un hijo; mejor dicho, yo debía encontrar en la intrincada manifestación del deseo el lugar del guía, el protector, alguien a quien le correspondía garantizar al otro que llegado el momento de la entrega podrá sobrevivir. Un daddy capaz de devolverlo sano y salvo a la cordura.


Más abajo, y apenas cubierta por la tela, la espalda de Ismael se hacía curva impetuosa, redondez, interrumpiendo con su sola presencia toda elucubración, todo recato. Era desesperante. Pobres aquellos que no han sufrido tamaño desatino. Me dolían las manos, el gesto interceptado por la mesura amenazaba estallar, no lograba encontrar el argumento para no hundir mis dedos, ahogar en el umbroso tajo la precaución, entregarme. Una agonía dulce, una ventura cruel, todo lo que se necesita para enamorarse. Yo se de qué les hablo. Ismael tiene el trasero más hermoso del mundo.


La primera vez que se metió en la cama yo dormía. En el sueño, un muñeco de porcelana antiguo, de esos con el culo cerrado, se entretenía balanceándose sobre la ventana, provocándome: al menor movimiento de mi cuerpo se estrellaría fatal sobre el abismo. También había lágrimas en el sueño pero no podía saber si eran de pena o de alegría.


Quiero que se entienda bien. Ismael no era un muchachito más. Era el hijo de Vergara. Volviendo a lo importante, era un tremendo guacho que cuando me aplastaba me quitaba la respiración. Le gustaba jugar, pellizcarme, realizar conmigo pruebas de resistencia. Se hacia el muerto. Dejaba caer sus brazos increíblemente largos sobre el colchón. Yo rezaba (y también, comprenderán, se me paraba la pija). Y entonces Ismael giraba de repente y se echaba de bruces sobre mí, inmovilizándome, calentándome el cuello con su aliento. Olía en esos momentos a dulce de leche y mazapán. Otras veces, se acurrucaba tiernamente a mi lado y me tocaba la cara.


Un día dijo, sorpresivamente: “Me molesta esto”, y se sacó el slip de un manotazo. Recordé en él el gesto de Vergara. Desnudo, puro, inclemente, le brillaba la piel que escondió prestamente debajo de la sábana. Sentí el golpe. “Mirá que no soy tu padre”, lo reconvení. “Por eso”, me contestó, alargando la mano.


(Continuará)



Leé acá de José María Gómez: “Ismael (Segunda parte)”