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Ismael (Dios oye). Final (uno)

José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos| Su cuerpo era mi casa. Ocupaba todos los resquicios de mi imaginación. Dejaba huellas de...

José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos|

Su cuerpo era mi casa. Ocupaba todos los resquicios de mi imaginación. Dejaba huellas de sus pies desnudos que me dejaban sin aliento. Su olor a hombre y niño enloquecía mis narinas. Su voz, cuando no estaba, repercutía en las paredes. Sus ropas abandonadas aquí y allá se hacían mojones: en el desierto que de repente se convirtió mi vida, las únicas señales valederas. ¿De qué? Hablaba solo, yo, por los rincones: “¡Ah, cómo te voy a cojer!”.

ismael 


Algunos amigos, ignorantes de mi felicidad y de mi desgracia, me invitaron a comer. La excusa fue rescatarme de mi supuesta soledad en tanto R. permanecía en el extranjero. Ninguno sabía lo de Ismael. Como siempre, eligieron un lugar exclusivo por el Soho. Todos mis amigos son ricos o andan cerca. Nos divertimos. Casi me olvidé del chico. Vinieron un par de personas a quienes no conocía. Casi al final, y con bastante vino encima, uno de ellos me preguntó, con intención: “¿Y con quién vivís?”. Y entonces me acordé de él, de Ismael. Lo vi. Estaba arriba de mi cama, saltando como saltan los niños sobre la cama de sus padres. Estaba hermoso. Repito: extraordinariamente hermoso. Y en su vuelo, inesperadamente, se asomaban algunas partes de su cuerpo, las mejores, esas pergeñadas por Dios para la felicidad de los mortales. Pero no era un niño, claro. Era  bastante grandecito y, bajo la tela rota de uno de sus benditos calzoncillos azules, dejaba ver una poronga casi tan grande como la de Vergara. Quedé en suspenso. Todo desapareció a mí alrededor. Cuando pude volver me repitieron la pregunta. “Con un ángel”, respondí, y se me llenaron los ojos de lágrimas.


Salí a la calle luego de los saludos. Llovía tenuemente y no me dirigí directamente hacia la casa, no pude. Di vueltas por ahí. La ciudad de Buenos Aires a la noche es un jardín constante. Muchachitos de todos los colores y tamaños. Flores tempranas ofrecidas al mejor postor, recogidas al paso y dejadas de lado al final, cuando el rocío. Elegí al más niño, quiero decir, a la flor más pequeña y para hacerme daño. Y como un homenaje a Ismael. Pero no le hice el amor, no buscaba eso, solamente besé su frente infante diciéndole en susurro: La única verdad es el deseo.


Y tras esas palabras comprendí. Era una cuestión de supervivencia: o él o yo. Ismael lo sabía y esperaba el momento. “Si no me lo cojo, me muero”, musité, persignándome.


Entré a mi casa y no encendí las luces. Me dirigí raudamente a su cuarto. Estaba oscuro pero el cuerpo de Ismael no necesitaba de luces: su propio cuerpo era una luz y hacia ella me dirigí, como un poseído. Ismael dormitaba como siempre, despatarrado sobre las mantas.


“Vestite”, le ordené


¿Para qué, papi?


Porque te voy a desnudar.


 


(Continuará)
Leé acá mas de José María Gómez: “Ismael (cuarta parte)”