FALSE

Page Nav

HIDE

HIDE

HIDE

Grid

GRID_STYLE
TRUE

Top Ad

//

Últimas novedades

latest

Las pensiones. El estudiante de medicina. Primera parte.

José María Gómez / Nosotros y los baños / Los putos La primera vez que lo vi (en el recodo más oscuro de la pensión) su blancura me encandil...

José María Gómez / Nosotros y los baños / Los putos

Las pensiones


La primera vez que lo vi (en el recodo más oscuro de la pensión) su blancura me encandiló. Era increíblemente blanco y rubio, aunque algo tosco, de familia italiana, luego supe. Se había criado en uno de los tantos pueblos de la llanura y el sol, cayendo a pleno entre los pocos árboles, había anidado en su pecho, coronando de tibieza la áurea piel. Resumiendo, siempre estaba caliente, es decir, su cuerpo rezumaba calor (sin darse cuenta) y entonces me atrapó.


Más tarde me enteré de que compartía el cuarto con un amigo fiel y que se bañaban juntos, toda una novedad. Era muy estudioso. Abría de par en par las puertas de la habitación y colocaba sus libros en la pequeña mesa. Se sentaba siempre de vista hacia el pasillo. Yo pasaba por el lugar como tropezando. Un día entré. “Me llamo José María”, le dije, “vivo al fondo, en la pieza chica”. “Sí, ya te vi”, me contestó. “Yo también te iba a hablar¿es cierto que te la comés?”



(En las pensiones siempre hace mucho calor, son un pequeño infierno. A la noche, y sin ventilador, todos dormíamos con la puerta abierta. A veces, deambulando por los pasillos, era posible adivinar los cuerpos dibujados sobre el colchón angosto. Sin ropas (sólo el slip agrandado por el sueño), sus cuerpos muertos se ofrecían al paso, como flores; capullos desbordantes necesitados de afán. Por eso entré una noche. El elegido (que estudiaba Derecho y era el más pintón del lugar) se despertó, de pronto, apenas me acerqué a la cama. “¿Qué querés?, me preguntó. Pero era una pregunta redundante y él mismo se dio cuenta. Puso el colchón en el piso y cerró la puerta. No hicimos ruido, al principio. Su compañero de cuarto (el bocón), recién se despertó al final.


El guacho (que al poco tiempo se recibió y dejó la pensión) tenía su experiencia. Me agarró la mano con suavidad y la llevó a su cuerpo. Primero a las tetillas y luego, mientras me hacía besárselas, la empujó hacia abajo, hacia su verga. Me estremecí. No me había equivocado y lo que había entrevisto en la penumbra al entrar se convertía en eso y mucho más. Unos días después, bromeando con otros inquilinos, uno de ellos comentó, al pasar: “¡Mirá que ese tiene una poronga!” Y era cierto. Todavía no se había sacado el slip pero el pedazo se asomaba por arriba, llegaba hasta el ombligo.


Nunca hasta entonces me habían obligado a chupar una verga así, de esa manera. El futuro leguleyo sabía lo que hacía (y lo que yo quería) y me enseñó. Cuando se sacó el slip (muy lentamente y para que yo mirara), lo que pude ver me enloqueció. Gruesa y carnosa, zangoloteó un instante delante de mis ojos y enseguida se irguió, endurecida. Abrí la boca, mejor dicho, me agarró de la cabeza y hundió lo suyo hasta la garganta. Muchas veces. Pero luego se calmó. Me pidió que mi lengua recorriera a besos todo el tronco y que luego bebiera, lo dijo así: “Bebela así, bebé”, todo su glande adentro de mi boca. Y eso es genial. Por eso gemí un poco y el otro se despertó. Pero no hizo escándalo ni nada. Se limitó a mirar cómo su compañero de cuarto me acostaba sobre el colchón y me abría las piernas muy abiertas. Y se echaba sobre mí. “¿Es la primera vez?”, me preguntó, con una voz muy gruesa. Y yo le dije: “No”. “Ahí va entonces, bebé”, exclamó, y la metió de un golpe, una y otra vez hasta desmayarme).


Cuando el estudiante de medicina (Roberto) me preguntó semejante barbaridad, me puse colorado. Y se me vino el mundo abajo. Yo ya estaba enamorado de él. Cuando abandoné la habitación, con lágrimas en los ojos, me encontré con el porongudo. El guacho era muy simpático y, como acostumbraba a estudiar en la cocina, cada vez que pasábamos por ahí nos quedábamos un rato a conversar con él. Siempre había alboroto y carcajadas. Nos hicimos amigos (luego de lo que pasó). Pero igual me cargaba, por lo bajo, y lo hizo ese día para consolarme: “¿Y… te gustó, bebé?... mirá que hay más”, llevándose la mano hacia el montón.


(Continuará) 



Leé acá más de José María Gómez