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Las pensiones. Introducción

José María Gómez / Nosotros y los baños / Los putos Luego de algunas vicisitudes menores referidas a  mi condición, por ejemplo, los comenta...

José María Gómez / Nosotros y los baños / Los putos

pensionesLuego de algunas vicisitudes menores referidas a  mi condición, por ejemplo, los comentarios malintencionados de un par de vecinas de mi madre: “Che, comadre, ¿en qué andarán esos dos que no se despegan?”, refiriéndose a mí y a sus propios hijos, ésta cortó por lo sano y me envío a estudiar a la ciudad. También debo apuntar que la pobre no ganaba para sustos. En el último verano (y que fue realmente así pues, inesperadamente, nunca más volví a vivir en el lugar) me había sorprendido hurgándole la bragueta al vecinito de enfrente, un muchachote con quien hasta ayer nomás jugábamos a las escondidas. Y, en otra oportunidad, tuvo que asistir al desenlace más o menos violento con otro pibe quien salió de mi cuarto llorando (ella volvió más temprano del Instituto y nos había dejado leyendo historietas con la recomendación de que nos portáramos bien). Todo había andado bien con el muchachito hasta que él solo se metió en la trampa. Primero comentó que estaba haciendo mucho calor y que eso lo calentaba mucho. Enseguida me dijo que por qué no nos hacíamos la paja porque así nos íbamos a refrescar. No sé de dónde había sacado eso pero cuando yo para seguirle la corriente la saqué, se quedó mudo. Él hizo lo mismo pero en vez de ocuparse de lo suyo, se notaba que no podía dejar de mirar mi verga (y eso me excitaba poderosamente) hasta que vi que un hilito de baba se le empezó a caer desde los labios. Ahí realmente me animé o me di cuenta de que el guacho estaba para más (y, por algún motivo, la situación me producía una calentura exquisita, de esas que no podés parar y te obnubilan). “¿Chupaste alguna vez?”, le pregunté, sabiendo que no. Era obvio que el pibe no era puto (pues yo lo conocía desde siempre) pero, por esas cosas que pasan, algo se le había despertado y lo que se inició como un juego se le escapaba de las manos. Y se quiso retirar. Pero no lo dejé.


Cuando tomé el tren arrastrando la valija se me ocurrió pensar en el paraíso perdido (sin saber que se abría uno de los períodos más apasionante de mi vida y cuyas huellas aún perviven en mí). Las imágenes que por algún extraño fenómeno se reproducían en la ventanilla mientras me alejaba, no solamente me perturbaban sino también me provocaban una profunda melancolía. Comencé a extrañar a los muchachos desnudos a la orilla del río, sus brazos fuertes apretando mi cuerpo contra el árbol, sus medias voces horadando mi oído con promesas suficientes, el dolor nuevo pero necesario, los otros pibes, los del campo, el boyero entrerriano mostrándome la pija entre las vacas, las pajas compartidas en el galpón umbroso, la cojida estruendosa en un maizal atiborrado de luz, mi ardor, los chicos de la escuela a la hora de gimnasia, los pantaloncitos azules atravesados de un furor incipiente, eligiéndonos para cambiarnos juntos en el baño inmenso, las sorpresas, el roce inesperado, el gauchito de repente detrás de mí atiborrado de necesidad, el celador musculoso apareciendo de repente para mostrárnosla, mi mano larga animándose, mi boca, un jugo blanco y dulce salpicándome, las horas de catecismo en la capilla austera, el ave maría cantado con mi voz blanca, el monaguillo puto hurgueteándonos, las fiestas del pueblo, los forasteros con mirada oscura haciéndose un lugar entre la muchachada, los bailes, el encuentro furtivo, las promesas, los pantalones caídos, las vergas gruesas, la sed, mi sed, una imperiosa sed de carne, de esperma, de brazos musculosos y de piernas peludas, de sentir el peso de un cuerpo sobre las espaldas, de enamorarme, de escuchar en cuatro patas al muchachito robusto que vendía sandias en la esquina de mi casa proclamando, mientras me penetraba: “¡Cómo te gusta, puto, me estás haciendo acabar!


 


PD: Ya en la ciudad, con la dirección puntillosamente escrita por mi mamá en un papelito, me fui derecho a la pensión de estudiantes. ¿Quién habló de paraíso perdido? Lo que encontré allí y en las otras pensiones durante los siete maravillosos años que viví en Rosario, ni en los sueños más voluptuosos me lo hubiera podido imaginar.