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Las pensiones. El muchacho de la clase trabajadora. Final

José María Gómez/ El muchacho de la clase trabajadora. Final | Y en lo mejor me la sacó de la boca, el guacho, y se escuchó el sonido claram...

José María Gómez/ El muchacho de la clase trabajadora. Final |

trabajadoraY en lo mejor me la sacó de la boca, el guacho, y se escuchó el sonido claramente, como cuando te arrancan un chupete. “Mañana la seguimos”, dijo, con autoridad. “Pero preparate…”, agregó, con una sonrisa, desacomodándome el pelo. ¡Era tan tierno que te desarmaba! Igual, cuando no estaba en tierno, también te desarmaba, precisamente al día siguiente me descalabró, quedé de cama, no les quiero mentir, me acuerdo de él y me viene el dolorcito. “… que te la voy a meter hasta por la orejas.”, y cumplió.


Quisiera ser lo más explícito posible pero me cuesta. Son todas sensaciones: las más, irreductibles a las palabras, al verbo. En el primer intento, cuando me agarró de la mano y la acercó a su pija y la agarré, mejor dicho, posé mi palma todavía dudosa en el glande lisito pero enorme, temblé; el chispazo (al igual que el contacto del tendón con el cable eléctrico, con la punta del material desguarecido y chisporroteando en la humedad del aire) me sacudió, conectándome así, de esa manera cabal, con toda su energía; vital, esplendorosa, fatal, como el rayo. (En la tormenta posterior, mojado, ¡y vaya si el guacho incontinente me mojó!, esa manifestación brutal era la suma, el quid, el lazo a un universo de carne que te destrozaba… para bien, para que sepas, para que la tengas, ¡ay!, y Mario quiso eso para mí, un amigo, generoso y bestial, pues me quería).


Después, cuando me dijo: “¿Y, no vas a mirar?”, me vino la alegría. Abrí los ojos, me volví (¡Dios mío, qué pedazo!), y el guacho que la sostenía con sus dos manos, para mí solito, ofreciéndomela. (¡Oh, qué ternura!).


No puedo recordar sus palabras de ese día aunque sí el eco de las mismas. Algunas veces, en los sueños buenos, me vuelven, alegrándome el alma: “¿Te gustan así, las grandes?”


 


Vuelvo a insistir. Ayúdenme. Esas que son duras, calientes, el tronco grueso, la punta desbordante: así era la verga del muchacho de la clase trabajadora. Me enceguecí. Permanecí sentado en el borde de la cama escasa. Todo desapareció de golpe en esa pieza austera. Es el fenómeno que acontece, siempre. Todo se muda al paraíso; se enriquece: todo se hace brocato, la pobre tela muda, el hilado se perfila de oro, los cuerpos… su cuerpo, ¡ah!, de carne viva se convierte en piedra; preciosa, dura, para mejor atravesarte.


No recuerdo sus palabras, dije. Tal vez fueron (porque era cariñoso): “¡Cómo te la vas a tragar!”.


 


Y enseguida, guiándome, con algo de violencia también, de la necesaria, hundiéndose en mi boca, interminable, mi saliva chorreándose, el gusto, una pizca salada de sabor que se escapaba, y dulce, enriqueciendo el paladar…


“Y en lo mejor me la sacó de la boca, el guacho... mañana la seguimos”, dijo… ¡y cumplió!”.


 


Y fue entonces que llovió durante toda la tarde. Y yo ensartado.


Cuando llegó ese sábado, oliendo a grasa dulce y a colonia: “Me bañé en la fábrica”, dijo, yo me arrastraba por las paredes. Contaba los minutos. “Va a ser una experiencia dolorosa”, había dicho el día anterior, bromeando todavía. Yo, por supuesto, me guardé de contarle mi pasado. Pero no lo hice solamente por él, si no por mí. Quería ser virgen, y algunos de ustedes lo comprenderán, quería ser virgen para él, que fuera este hermoso ejemplar: viril, entero, amistoso, el que me rompiera el culo por primera vez.


Se acostó en la cama, con sus ropas limpias. “¿Y si me duermo un ratito…? Tengo sueño, vos esperame despierto, no me voy a escapar… igual, estás a tiempo de zafar de una así… ¿no te da miedo? … ¡epa!, mirá cómo se puso de pensarlo nomás”… ¡sacala!, me ordenó. Y lo hizo, es decir, me dejó hacer algo que me vuelve loco: desatar uno a uno los botones, meter la mano, agarrar. Afuera, no toda afuera, asomándose más bien, la besé porque él me lo pidió. Sus palabras sonaron como un eco, había escuchado lo mismo alguna vez: “¿Y… no le vas a dar un besito?


 


Me le eché encima. Lo quise desnudar, no quería que se durmiera. Quería que me la pusiera ya, de una, estaba como loco. Aunque Mario tenía otros planes, y lo bien que hacía. Quería que esto fuera inolvidable, para él también, porque era la primera vez (y aunque lo repetiríamos muchas veces más, mucho más de lo predecible e inclusive cuando un tiempo después se puso de novio, también sería la única). Muchos años después me lo encontré por la calle. Su vida había sido previsible, feliz. Sonreía todo el tiempo. Y, cuando me puse cariñoso y le insinué algo, me dijo, divertido: “Mirá, José María, te voy a decir la verdad, vos fuiste el único, no estoy arrepentido, vos te lo merecías, pero ya fue”.  


 


Sigo. Cuando le dije, ese sábado, y en el colmo de la calentura: “¡Te voy a desnudar, metémela!, me agarró de la mano, con firmeza. Sorpresa tras sorpresa. “¿Qué te pasa, hermano? YO te voy a desnudar a vos, YO soy el hombre, si vos querés cerrá los ojos, mordé la almohada, pero yo te voy a coger como a una mina, así aprendés”, me contestó, mirándome a los ojos.


La imaginación de Mario era poderosa, al par que su herramienta. Y yo fui su juguete. Atravesado, abierto, entendí y supe de la pasividad más absoluta. Acomodar mi cuerpo para el otro, y el otro era un salvaje. Un hermoso ejemplar pero que te mataba.


 


Llovió toda la tarde como la puta madre, el ruido sobre la chapa era infernal, mejor así porque en algún momento grité, no lo pude evitar, y no solamente porque me partió en dos, y ahí entendí lo que eso significa, sino porque la sentí como si fuera la primera vez… (bella ilusión) y nadie escuchó nada.


Postdata: Lo bueno fue que con el muchacho de la clase trabajadora seguimos haciéndolo. Y aunque muchas veces le salía el animal en mitad de la noche (yo la sentía de repente muy adentro de mí y a veces no sabía si era un sueño hermoso o la dura realidad), nuestro horario preferido siempre fue el sábado a la tarde, la hora justamente en que a Mario le venia la erección descomunal. En ese sentido funcionaba como un reloj (y nos reíamos de eso) y entonces yo (porque no me quedaba otra y además no me la quería perder por nada del mundo), la agarraba por la cabeza y ¡ay!, adentro, sintiéndola como una bofetada. ¡Despacito, amor!, me decía mi hombrecito pues a él no le gustaba así, le gustaba despacito. Y eso era infernal. Me acomodaba bien: mi cabeza metida adentro de la mesa de luz y mi cola hacia arriba, bien arriba, apuntando hacia el cielo. Y me daba. Eso era despacito para él: centímetro a centímetro (¡veinte!) mientras yo aguantaba. Recuerdo mi gemir.


Cuando era un poeta, lo dije así en un libro: “Hundido en grito, tu cuerpo me sostiene”. Ahora, que cambie de género literario, lo digo así: “Me la metía hasta los huevos, me hacía llorar”.


 

FIN