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"-Yo Juan, fui la mujer de mi padre" - África-

[avatar user="Juan Manuel Di Laurentis" align="left" /] Mi abuelo materno habría  recibido a mi padre en su  Castello   ...

[avatar user="Juan Manuel Di Laurentis" align="left" /]

Mi abuelo materno habría  recibido a mi padre en su Castello con el rosario de oro que le diera su amigo  Paulo VI.

Le hizo   saber   que independientemente de  su afición  por las negritas, repudiaba  su desprolijidad y el que mi madre hubiera regresado malata della testa al punto de no querer saber ni de su hijo.

Le  enrostró  que  oportunamente lo aceptó como yerno por  capricho de  sua figlia,  pero que ahora, antes de tener una divorciada entre los  suyos,  la prefería  muerta.

Mi abuelo habría remarcado  que por mí piccolo innocente,  del que esperaba hacerse cargo cuando cumpliera  los 18, se  privaría de  anular ese  matrimonio maledetto para casarla con un Monteleón o un Braganza, como hubiese deseado desde un principio; ma, sin embargo,  no quería verlo más por la sua famiglia.

Así, inocente para la cultura tribal  e inocente para mi linaje materno, volví al internado en los Alpes, lo cual fue mi castigo.

Año de tremendas  pajas con mis dos compañeros de habitación,  cada uno sin mirarse en su cama.

Mentí sobre las negritas (para ellos fueron sirvientas blancas, eran asquerosamente racistas) y,  desde ya,  nunca hablé de los pibes negros.

Mis pajas  las dedicaba entonces a aquellos culitos blancos.

Me los hubiera cogido a todos en las duchas, transmitiéndoles los ritos africanos, pero hubiera sido un desastre. Sabía que tenía que cuidarme ahora de mi abuelo.

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Ya no toleraba esa vida protocolar, cuando a más de dos principitos se les notaba lo puto.

No obstante era  buen alumno,  pero lo que hubiera deseado  para mí,  era ser libre y negro.

Mi padre me dolía más que el rechazo de mamá.  He sido criado por niñeras. A él lo admiraba.

Soñaba que era la negrita de mi iniciación en medio de mi padre y yo. Que el que estaba debajo (yo) era papá, y quien me  hacia el orto (mi padre) era mi  mamá.

Mi calzón aparecía almidonado.

África me recibió en su estación lluviosa. Más pegajosa y caliente que nunca.

La Malaria,  las inundaciones y la guerrilla  mataban gente como a moscas.

Makike   me dio la bienvenida y me dijo en su lengua:

- Ubaba  umfana abagulayo, Umfana

(-Tu papá se enfermó,  muchacho)

 

Mi padre despertaba con cocaína para  llevar adelante sus negocios con los traficantes  y cumplir  sus compromisos políticos. Solo conciliaba el sueño  ahogado en   whisky.

Cada  mañana Makike, después que lo ayudaba  a vestirse, debía cambiar sábanas con lamparones  de leche por las pajas que se hacía.

La cocinera se fue a Ciudad del Cabo  enviando a sus hijos a la aldea y no había más mucamitas negras.

De todo se ocupaban Makike y su esposa, vieja como él,  que quería retornar junto a sus nietos.

Por las noches, solo una puerta separaba a mi padre de mí.

Puerta que  todo lo amplificaba: El  vaso llenándose de whisky,  la merca peinándose, su profunda inhalación. El miedo y el deseo. Nuestras vergas.

Vibrábamos, esa puerta y yo, con los altos gemidos de mi padre durante sus violentas pajas.

Acá una mano frenética en mi chota. Allá  mi padre castigando mal su pija.

La madrugada tormentosa del 22 de diciembre de 1974,  sonó el teléfono y papá atendió.

Entonces se detuvo el mundo.

Se abrió esa puerta caliente y vi su estampa fibrosa recortada  por la sombra.

Un relámpago iluminó los ojos inyectados y su poronga estupenda.

Mi madre había muerto por una sobredosis de tranquilizantes.

Mi padre desnudo como yo, se recostó junto a mí y me abrazó desconsolado.

Entonces puso  una  pierna por debajo de la mía y la otra entre mis piernas, acaso una necesidad de su cuerpo de ocupar  con el mío un vacío insoportable.  Ambos  abrazados en doble tijera,  lloramos.

No hubo palabras,  se encontraron nuestras bocas desoladas.

Huevos contra  huevos, las chotas encabritadas,  Maputo desvariaba de  humedad, de  calor, de sudor y de metralla. 

Sus fiebres nos arrastraron al más profundo infierno.

Mi padre hundió  su jeta entre mis cantos transpirados  y  sentí que mi orto era el centro del caos.

Tragué su verga y me sorprendí de mi garganta.

La poronga de papá era infinitamente más sabrosa que las vergas negras. Su olor a huevos me llenó el alma.

Papá incrementaba  su  lengüetear cuando yo alucinado  mamaba  para digerir su poronga espléndida. La teta de mi madre, la poronga de papá. Mi padre me olía y me chupaba el ojete como un perro ansioso buscando merca.

Lo amé. Me puso en cuatro. Fui su mujer. Tardé años en poder declararlo.

Cuando me entró la mitad de la cabeza, cuando sentí que mi virginidad  ofrecía  tal disposición, largue chorros de leche.

Papá hábil, retiró su pija. Ahuecó su mano para recibir mi guasca y con ella lubricarme el culo.

Con su otra mano acariciaba mi abdomen y mi pecho haciéndome delirar.

Entró esa cabeza. Empezó a  cogerme lento, más adentro. Volví a acabar.

 

padre e hijo

Tenía 16  años. Mucho después,  la terapia me salvo de la locura.

Papá volvió a sacarla y usó mi lechazo para embadurnarse la verga. La entró despacio. Bombeó hasta la mitad.

Se detuvo. Me hizo respirar profundo y entonces la sentí toda adentro.

Su poronga producía una ola que nacía en mi interior, recorría mi médula, se elevaba alto y rompía en mi cabeza.

Acabé  desde adentro y  también con la pija.

Entendí con los años que eso era  multiorgasmia.

Me garchó parejo y firme mientras me acariciaba. Era él.  ¿Garcharía así a mi madre?

Sentí en mi  fondo como  papá estallaba. Aulló como un animal herido, gutural, entrecortado

Después un latido,  otro más, y otros,  más distantes, más largos y espaciados, sollozó, maldijo.

Acabé nuevamente pero más profundo sin poder contener el llanto.  Nos  dormimos abrazados.

Durante diez días y diez noches no paramos de coger

Makike asumió nuestro encierro justificándolo en que mi madre había muerto.

Papá murió también aquella noche para ser el mejor amante que he tenido.

Dios me lo quitaba todo. Satán me indemnizaba.

 

Continuará...

 
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