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Las pensiones. El Braulio. Sexta parte

José María Gómez | Las pensiones | El Braulio | La primera vez que le pasó , porque siempre hay una primera vez para todo, fue en el baño de...

José María Gómez | Las pensiones | El Braulio |

La primera vez que le pasó, porque siempre hay una primera vez para todo, fue en el baño del cine El Cairo, emblemático lugar de Rosario que competía en fama con la confitería del mismo nombre (sede de la bohemia, de noctámbulos, de artistas) ubicada por casualidad a media cuadra.


 Braulio


Había ido a ver la película: “La caída de los dioses”, de Luchino Visconti, que no entendió mucho salvo el hecho de que el protagonista, además de “maricón”, era muy mala persona; no obstante, la presencia en el filme de algunos otros personajes, el primo, por ejemplo, una asaz combinación de belleza juvenil e inocencia, lo había excitado inesperadamente y, dándose cuenta de que tenía una incipiente erección, se le ocurrió meterse en el baño después de que terminara la película con la idea difusa y no totalmente decidida de finiquitar el asunto de entrepiernas.


El baño, que yo conocía muy bien cuando me lo contaba, estaba lleno de ocupantes así que tuvo que esperar. Para entonces, ya se había olvidado de la excitación de la película y lo único que necesitaba era orinar. Y lo hizo. Pero de repente, “te lo juro, por Dios”, me aclaraba, el sonido del agua, un cierto olor, la penumbra y, al cabo, la presencia de otros hombres desplazándose silenciosamente, “como en puntillas”, dijo, le provocaron una calentura feroz que tuvo que esforzarse (pues no sabía, “te digo la verdad, no sabía”) para acallar el impulso de bajarse de inmediato el pantalón hasta las rodillas (algo que le encantaba, doy fe) y hacerse una tremenda paja delante de todo el mundo. ¡Oh, inocencia! No sabía, “vos reíte de mí, pero no sabía”, que todos los que permanecían en ese baño esperaban lo mismo. Y ese día se enteró.


Fue glorioso. Primero se percató de que quien estaba a su lado lo miraba… pero no a él, precisamente, sino a sus manos, es decir, a lo que tenía entre sus manos y que, tal como me lo contaba y yo me imaginaba, estaba en su máximo esplendor. Se puso rojo de vergüenza, la escondió, le pareció terrible que alguien se diera cuenta de que estaba excitado, de que no podía evitar frotársela y es lo que estaba haciendo. Pero lo que sucedió a continuación fue peor. ¡Visualizó una mano!, sí, una mano vacilante que no era la propia sino la mano del vecino (y cuando lo miró, espantado, vio que era un hombre que le doblaba en edad) la cual venía en su auxilio, generosa, y entonces, finalmente (porque el hombre no se movió del lugar y, además, le guiñó un ojo) comprendió.


Pero antes, todavía asustado, miró a su alrededor. Y lo que vio fue definitivo: ¡todos lo esperaban a él!, y que los otros hombres que permanecían ahí, algunos ubicados muy cerca y los demás más alejados pero muy atentos, estaban a la espera de un milagro que lo involucraba: que un guacho muy hermoso como el Braulio se animara de una buena vez, se decidiera, ingresara por primera vez y para siempre a un territorio común, aunque prohibido, donde la felicidad estaba al alcance de la mano.


Y entonces, y en un gesto que a posteriori vería realizar a cientos de hombres de toda condición y tamaño (un gesto hermoso, enervante, sutil), delicadamente se apartó…para mostrarla.


Continuará.