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Las pensiones. El Braulio. Décima parte

José María Gómez | Las pensiones | El Braulio |   De repente dejé de verlo y, por algún motivo, lo extrañé. Me había acostumbrado a encontra...

José María Gómez | Las pensiones | El Braulio |

 

braulio finalDe repente dejé de verlo y, por algún motivo, lo extrañé. Me había acostumbrado a encontrarlo por la zona del centro (estando siempre muy considerado conmigo, haciéndome bromas inocentes: “¿Y… quién te mueve ahora el estofado?” o, alguna vez, más serio: “¿En qué andás, primor… es cierto lo que me dijeron? Tené cuidado”). En otra oportunidad, por esas casualidades, casi tropecé con él a la salida de la estación Rosario Central (de ferrocarril que hoy es un centro municipal) e, imaginando de dónde venía lo dejé partir sin saludarlo). Enseguida entré al lugar y lo corroboré. Un señor se estaba lavando las manos, enjuagándose la boca, acomodándose el pantalón, descubriendo en el espejo que miraba fijamente las huellas indecorosas de un suplicio exquisito. Rezaba, imperceptiblemente, agradecido: “Y el guacho nuestro de cada día, dánoslo hoy”.


 


Volviendo a la realidad, más tarde supe que estaba trabajando… ¡en la Bolsa de Comercio! Y esta es la explicación. Cuando el poeta enamorado, cansado de sus desplantes y de su propio descrédito (pensaba que el hacerse público sus inclinaciones sexuales podría arruinar su incipiente carrera literaria) lo dejó, el Braulio cambió de zona. Ahora concurría religiosamente al Augustus a tomar martinis (debo explicar que esa costumbre fue una especie de tic de “loca” que nos agarró por algún tiempo) y, aunque la primera vez el mozo se había negado a servirlo (debo explicar nuevamente que por esos días las diferencias sociales se “respetaban” (sic) y en Rosario, cuna de la organización “La Liga de la Decencia”, se lo tomaban en serio), la segunda vez que concurrió, acompañado por un conspicuo representante de la Bolsa de Comercio (que algunos denominaban, irrespetuosamente: “el viejo puto”) fue tratado de “caballero”, por el mismo mozo. Y, el Braulio, cuando terminaba su martini y esperaba que le sirvieran el siguiente, se dirigía ostensiblemente hacia los reservados (es decir, los baños del establecimiento) y, colocándose en el centro de la fila de mingitorios, se bajaba los pantalones hasta las rodillas (las faldas de la camisa tapándole las nalgas) y, abriendo exageradamente sus piernas, se disponía a orinar. Con esa actitud ponía de manifiesto dos cosas: que había decidido hacer caso omiso de las mencionadas diferencias sociales y sus secuelas de oprobio, dándose el lujo de “cagarse” en ellas y, lo más explícito, exhibir indecorosamente sus genitales. Hermosos, desde ya, como ustedes ya lo saben. Hacía estragos. Y todas las veces conseguía al candidato que le pagaba los martinis, primero, y alguna otra retribución, después y, ya en las oficinas desiertas de la Bolsa, donde el Braulio (lo sé de buena fuente y no les voy a mentir) comenzó a desarrollar una manera de satisfacerlos un tanto particular, pormenorizando: una mezcla rara de resentimiento “justificado” (sic, otra vez) y efímero poderío que se traducía en que prácticamente los violaba (un procedimiento y una violencia que, finalmente, le jugó en contra (pues hubo confesiones apresuradas) cuando poco tiempo después debió recorrer los tribunales.


 Continuará.