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Las pensiones. El Braulio. Segunda parte

José María Gómez |Las pensiones |El Braulio | El Braulio , candidato a chonguito mantenido (una versión más digna que la del “taxi boy”) usu...

José María Gómez |Las pensiones |El Braulio |

El BraulioEl Braulio, candidato a chonguito mantenido (una versión más digna que la del “taxi boy”) usufructuaba de su condición, es decir, de sus atributos, pero no era mal pibe. El problema, para él, fue que sin querer (sic) se había enamorado. Suele suceder, pues este pibe, más allá de no asumirse (reconocerse), en el fondo (y en la superficie) era gay y, de repente, se le había abierto el corazón, como a cualquiera.


Y yo nunca le creí. Después, sí, pero era tarde.


Uno de los aspectos de nuestra relación, si no el más importante, era que me admiraba. Sin manifestarlo claramente, le atraían mi cultura (yo, algo pedante, debo reconocer, podía hablar de una película de Bergman o de un libro de Alain Robbe-Grillet casi como si la hubiera filmado o escrito, respectivamente, y eso le encantaba). Él había nacido y sido criado (un poco a los ponchazos, es justo reconocer) en Ludueña, una barriada que con el tiempo, hoy, se convirtió en una villa de emergencia.


Un día, del que debe de haberse arrepentido, me llevó a su casa (muy humilde) y me presentó a su mamá. Su padre, obviamente (¿por qué digo, obviamente?) no existía y me llamó la atención que aquella le preguntara insistentemente por el dueño de la pensión a quien, aparentemente, conocía. Más tarde, salimos a pasear por el barrio: parecía que quería “florearse” con un amigo que estudiaba en la facultad. No resultó. Uno de ellos, un matoncito del lugar, le preguntó, inopinadamente: “¿Es tu novio?” y terminamos todos a las trompadas.


Yo me daba cuenta de todo. De su transformación, de sus miedos: cuando hacíamos el amor, sobre todo. Cómo se agarraba de mí, cómo imaginaba algo distinto a su destino. Pero, por algún motivo, más allá de la cama, yo no lograba enamorarme, comprenderlo. Un día me propuso que nos cambiáramos de pensión, juntos. Yo no acepté, en el fondo yo también lo usufructuaba aunque nunca le regalé nada, ah, sí, un libro: “Las amistades particulares”, de Roger Peyrefitte, que nunca leyó.


Finalmente, por esos días, comenzó a soltarse. Me sorprendía en los pasillos bajo el sol y me abrazaba con calidez colocando sus brazos bajo mi sweater. Una mañana fuimos sorprendidos por el dueño. Me echó de la pensión de inmediato. El Braulio, extorsionado por este hombre (parece que conocía a su familia y ésta aceptaba la situación… y algunos dinerillos) se quedó, claro.


Mientras yo preparaba mi bolso, vino a verme. Estaba en duro, no obstante, se  le notaba la tristeza. Nos abrazamos y me fui. Yo me olvidé enseguida de él (hasta hoy).


 


Continuará.
Leé acá más sobre esta saga: El Braulio