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El otro lado de la cama...

A la memoria de E.   No siempre hay alguien ocupando la otra mitad de la cama. Para algunos, en determinadas etapas de la vida, lo usual es ...






A la memoria de E.

 

No siempre hay alguien ocupando la otra mitad de la cama.
Para algunos, en determinadas etapas de la vida, lo usual es llegar, encender
la luz y tomar conciencia de que las voces quedaron en la calle, el trabajo. El
departamento es todo silencio.


Intentando romper el tedio, uno se dirige a la habitación
quitándose las prendas, que quedan derrumbadas sobre el piso, como señalando un
camino que nadie más va a recorrer. Por lo menos, esta vez. El espejo devuelve
una imagen de alguien que todavía está en pie, que todavía puede dar una lucha
cuerpo a cuerpo.


Hace calor. El cuerpo se libera de la prisión a la que lo
sometieron durante el día laboral los zapatos, las medias, la camisa, el
pantalón con ese cinturón, regalo de un amor de hace tiempo. Hace calor, nada
mejor que entrar libre y descalzo a la cocina en busca de algo fresco. O algo
fresco y fuerte a la vez. Porque no se trata solamente de calor, sino también
de calentura.

Ir al baño a orinar, con la puerta abierta, escuchando el
estrépito del chorro sobre el agua. Total, nadie mira.


¿Nadie mira?


¿Y si algún curioso espía desde el edificio de enfrente?

La idea de ser mirado despierta, inquieta, excita.

Tirar el boxer el canasto de ropa para lavar.


Recorrer el departamento en bolas, con el vaso en la mano,
pasando cerca de las ventanas, por si alguien mira. Detenerse frente a la
cortina que flamea con la brisa del atardecer de verano, de frente, de costado,
de espaldas. Sentir el aire rozando el cuerpo, sentir que se siente, que la
sangre corre, que la respiración tiene su propia cadencia.


Tirarse sobre la cama. Beber sorbos, pellizcarse las
tetillas, como cuando E. jugueteaba con ellas y las mordía, al principio
suavemente, para ir haciendo cada vez más fuerte el mordisco y mitigar el tenue
dolor con su masaje de lengua.

¿Dónde estarás E.? ¿Con quién?


Demostrarle –y demostrarse– lo que se perdió. Pasar la mano
sobre el vientre, terminando el trago. Agitar las piernas.


Bajar las manos a los huevos, acariciarlos, jugar con los
pelitos. De a poco, se va corriendo el telón del prepucio dejando la punta en
toda su sensibilidad. Darse vuelta. Separar las piernas frente al ventanal del
dormitorio, por si alguien mira desde el edificio de enfrente. Separar las
nalgas con las manos, hurgar en lo profundo con los dedos. Sí; pensar que
alguien puede estar mirando, y ese alguien puede ser E., aumenta el deseo.

Y el
morbo. Retorcerse, abrirse más, transpirar, jadear.


Darse vuelta. Apretar con ganas la base del pito. Mojar la
punta con saliva. Gemir, frotar. Cerrar los ojos. Tensarse. No pensar en nada
más que en la posibilidad de que alguien espíe, y que se esté calentando con lo
que ve. Humedecerse uno o dos dedos con más saliva. Introducirlos con ganas en
el ano, separándolos, abriendo el orificio, acariciándose por dentro.


Pajearse con ganas hasta no aguantar más.


En el momento justo de acabar, meterse los dedos en lo más
hondo. Sentir el chorro caliente que sale del vértice. Llevarse la mano a la
boca, para saborear el semen.

Quedar exhausto, tirado en la cama revuelta.

Ducharse con la puerta del baño abierta, sin extender la
cortina, como antes.


Como cuando estaba E.

Maxi