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El pintor. (A la hora del descanso, se me moja todo el ganso...)

Por  Federico Edwards |  Desde hace ya casi una década y media (tengo 28 años), me persigue una historia que, en su momento, dejó culpa...


Por Federico Edwards | Desde hace ya casi una década y media (tengo 28 años), me persigue una historia que, en su momento, dejó culpas, vergüenzas, satisfacción, calentura. Hubo distintos momentos: épocas que lloraba, abrazado a la almohada, flagelado por la culpa y perseguido por la horrible sensación de haber sido un títere sexual; otras, en cambio, recurría al recuerdo para pajearme violentamente, al menos tres o cuatro veces por semana.
Atravesaba mi adolescencia más temprana: los incipientes pelos empezaban a moldear la silueta de mi cara con sombras grisáceas, cada vez más pendejos congregados alrededor de mi pija que, para mi edad, ya anunciaba un tamaño considerable y mi voz, antes apitada e infantil, ahora oscilaba cómicamente entre los agudos y graves. Mis manos y pies se dejaban ver grandes, en justa proporción con mis extremidades flacas y alargadas. Empecé a desarrollar el típico cuerpo de “hombrecito”, un cuerpo que manifiesta los primeros signos de inexorable proximidad a la adultez.
En ese entonces, solía pasar mucho tiempo en la casa de mi abuela. Ella vivía a pocas cuadras de la casa de mis viejos y, aunque la doña era medio hinchapelotas con las cosas de su casa -protegía cada objeto como si perteneciera al Taj Mahal-, me atraía mucho el cuarto que había dejado su hijo menor, un pende viejo que le encantaba mostrarme videos de cómo se cogía a las pibas más jóvenes de su laburo (pronto relataré esto). Cada mañana, cuando la vieja se perdía por horas en las compras para el almuerzo, yo disparaba hacia la pieza del tío Juan y me armaba con su computadora para dedicarle minutos infinitos a las carpetas de porno que éste había olvidado borrar cuando se mudó. Había de todo: milfs, travas, orgías, lesbianas. Incluso había muchos videos de zoofilia. Todo menos, por supuesto, videos gays. Esta omisión siempre me llamó la atención de chico, y me confirmó algunas cosas de grande.
Lo que voy a relatar sucedió un miércoles. Recuerdo estar tirado en el sillón, desayunando una chocolatada con vainillas y mirando tele, cuando mi abuela irrumpe en el comedor, como cada mañana, armada con monedero y bolso de las compras.
-Nene, ya vuelvo, voy hasta la verdulería quince minutos.
“Ok”, asentí aburrido, tratando de no dejar ver el entusiasmo en mi cara (y en mi paquete, que empezaba a cobrar vida dentro de mi short de gimnasia). Yo tenía bastante claro que la vieja nunca se demoraba menos de una hora, hora y media.
-Ah, no te dije- dijo, volviéndose de la escalera, secándose la transpiración con su pañuelo-queda Luis en el fondo. Vino temprano y tiene que terminar de pintar el cuartito de atrás. Cualquier cosa, en un rato alcánzale un poco de agua, hace un calor…-. Sus palabras se perdían mientras clavaba los tacos en las escaleras, mientras que mi pija se ponía cada vez más dura, anticipando el festejo de pajas que me estaba por pegar, bombeando juventud por todos los canales.
Apagué la televisión con ridícula mesura, sujetándome la carpa con la mano temblorosa mientras que con la otra dejaba el control remoto transpirado sobre la mesa ratona. Conteniéndome, fui derechito a la pieza del tío Juan, cuya compu ya había prendido media hora antes, previendo mis fechorías. Me senté frente al monitor y busqué, conmocionado por la calentura, la carpeta oculta donde se alojaba mi reciente obsesión. 
Primer video de ocho minutos: una rubia perforada por cinco tipos, tres modelitos carilindos y dos viejos, uno de ellos bastante panzón (y bastante parecido, comprobé horrorizado, a mi papá). Caliente, empecé a frotar con lentitud mi pija robusta sobre el short, sintiendo cómo la textura de la malla raspaba levemente la piel del tronco. Dos pijas en la concha, una en el culo y dos glandes disputándose una cavidad bucal; la mujer vociferaba y se sacudía, soltando un OH YEAH en cada embestida. 
En lo mejor de mi apretada de bulto estaba yo, regocijándome en mi propio hervidero con una frotada de pija infernal, cuando una voz en mis espaldas dice “se la banca bastante bien la petisa”. Se me heló el corazón de tal forma que visualicé, en un segundo, las miradas decepcionadas de mi mamá, mi papá y mi abuela juntos, como en un carrusel interminable. Me di vuelta y tartamudee a Luis algo ininteligible, burbujas de palabras que se deshicieron al instante de abandonar mi boca.

-Tranquilo pibe, no le voy a contar a nadie. ¿Me convidás agua?

Asentí con la cabeza, aturdido y confundido, repasando en mi cabeza lo que acababa de suceder, tratando de juntar valor para mirarlo a los ojos. Me incorporé tambaleándome sobre el escritorio, tratando de acomodarme el bananón que despegaba de mi short mientras cerraba el video, jadeando aire seco por la boca.
-Pero mirá el charco que te estabas haciendo, pibe- me dijo Luis. Miré hacia abajo: en el exacto punto donde la cabeza de mi pija se conectaba con el bolsillo izquierdo de mis pantalones había un enorme manchón oscuro, una huella que empecé a dejar en todos mis calzoncillos y la evidencia inconfundible de que mis huevos empezaban a generar presemen.
-Ups- respondí irónicamente, tratando de sostener una actitud altiva y lúdica que no cuadraba con la estúpida expresión sonrojada de mi cara -pasa a la cocina, Luis-
Concentrado en contener el temblor de mis manos, le acerqué un vaso de agua helada a Luis, que se encontraba parado en la puerta, sonriéndome burlonamente con su mirada y su nariz aguileña. Era un hombretón. Tenía un metro ochenta y pico, la piel morena y sorprendentemente tersa y sin arrugas, rasgo admirable para un señor de su edad, las manos regordetas y adornadas con dedos salchichones y rugosos, coronados por un único anillo dorado de compromiso. Usaba los típicos pantalones Pampero que usan los tipos como él, y las zapatillas de trabajo gastadas y salpicadas de pintura terminaban de completar el prototipo. Era guarango y le gustaba bromear, a mi abuela siempre le incomodaban los chistes verdes que deslizaba en mi presencia, y él se encargaba de darme una mirada de aprobación cada vez  que mi carcajada denotaba la comprensión de las referencias sexuales. 
Terminó el vaso de agua de un sorbo, suspiró con energía y me pidió otro más. Mientras le servía de la botella, de espaldas a él, podía percibir con gran intensidad su mirada atenta sobre mí, su potente inhalación nasal, el sonido que hacía su saliva cuando pasaba su lengua por los dientes. En ese momento, vaya saber uno por qué, me volví consciente de que tenía el culo transpirado, el calor y la frotación de mis muslos contra la silla de la pc siempre me generaban eso. A veces, esto me ocasionaba tal nivel de irritación que pasaba días enteros con la raya del culo al rojo vivo y me tenía que aplicar, tanto en nalgas como en el ano, cantidades considerables de talco.

-¿Tu abuela sabe?- me dijo cuándo se terminó el segundo vaso. Su tono de voz se había vuelto más grave, amenazante. -¿Tu abuela sabe, pibe?

Confundido, terriblemente asustado por la extorsión que adivinaba en sus palabras, pregunté con voz entrecortada a qué se refería.
-Si tu abuela sabe bien dónde están esas manchas de humedad que quiere que tape, pibe. Tu abuelo me pidió que quería que trabaje en eso también, pero ahora él no está y tu abuela no me dijo nada. ¿Sabés algo de eso?-
Lentamente, asentí con la cabeza. Recordé que el abuelo me había señalado, mientras le ayudaba a sacar las cosas de la piecita para dejarla lista, los distintos puntos donde se habían empezado a filtrar las primeras huellas de humedad. Lo curioso era que esas manchas, según recordaba, eran lo suficientemente evidentes como para pasar inadvertidas. 
Caminamos juntos a lo largo del pasillito que comunica el caserón con el patio, el detrás de mí, hasta llegar a la pequeña habitación. Durante todo el trayecto persistió esa sensación, la suave agitación que provoca el sentirse observado. Distraídamente, agaché la mirada para ver mi short: aunque mi erección era prácticamente inexistente, la aureola de líquido seminal se mantenía firme en su lugar, nítida e innegable. Además, sentía los gotones de transpiración recorrer mis lumbares hasta deslizarse cálidamente por la raja del culo, desembocando en la parte trasera de mis huevos. Imaginé el olor que empezaría a largar todo el asunto en cualquier momento, sobre todo porque andaba sin ropa interior (una mala costumbre que tengo desde la infancia) y el roce de mis muslos internos con mis testículos ya me había hecho pasar malos ratos en el transporte público cuando volvía de gimnasia.
Llegados al lugar -un cuartito de 2x2 con un pequeño baño privado, otrora habitación de la empleada doméstica y ahora depósito de cachivaches-, le indiqué punto por punto los lugares a trabajar que me había indicado mi abuelo. Finalizada mi misión, me di media vuelta, dispuesto a regresar a la casa y enterrarme por un buen rato bajo la ducha helada.

-¿Y en el baño no hay que hacer nada?- me dijo, sonriente. 

“Ah, sí”, atiné a decir y me metí al baño, una sucursal del cubículo mayor que consistía en un inodoro y en un ínfimo espacio cuadrado que hacía las veces de ducha. Luis se apoyó en la puerta, con las manos en los bolsillos, y escuchó atentamente mis indicaciones: “mi abu me dijo que hay que empastar aquí… y aquí… y aquí”. Ya me sentía seguro, aliviado de que la humillación haya quedado atrás, dispuesto a colaborar con aquel hombre a mis espaldas que seguro me entendía, que había sido adolescente y que comprendía las urgencias sexuales con las que convive alguien que recién se embarca en la pubertad.
Finalizada mi tarea, me volteé satisfecho y enfilé hacia la puerta para regresar definitivamente a la casa. Sin embargo, Luis no parecía convencido, y no se movió del alféizar. En silencio, con la mirada perdida y la expresión boba en los puntos que le acababa de señalar, se rascaba la barba con una mano, mientras sostenía la otra en su bolsillo. Dubitativo, pasé a su lado torpemente a través de la puerta, cuya angostura provocó que mi mano rozara su pantalón. Quedé boquiabierto, con la certeza de que lo que acababa de chocar con mi mano era algo más que la protuberancia de su cinto. Aturdido, preso de una brumosa pero desbordante sensación de calentura, mi boca comenzó a secarse y mi vientre enrojeció como si tuviese lava en las vísceras. Nos miramos unos segundos, un milenio, en silencio.
-¿Me repetís qué partes había que tapar?- preguntó, como si nada hubiese pasado. “Sí”, dije suspirando esas dos letras, asombrosamente al tanto de que estaba a punto de correr el velo de la curiosidad, como si de repente un trance ancestral tomara posesión de mi cuerpo y, en sólo un abrir y cerrar de ojos, hubiera adquirido la serenidad y el control que demandan estas jugarretas eróticas y que sólo se adquieren con la experiencia. Cuando volví a entrar al baño, aunque mi mano repitió el recorrido, la sentí menos pero esta vez la certeza fue absoluta: su pija estaba como una roca y yo se la había puesto así. Atemorizado, comprendí lo que estaba haciendo.
Nuevamente de espaldas a él, repasé uno por uno los puntos de humedad que tenía que tapar. Me paré en puntas de pie en el murito que separaba la ducha del inodoro, “aquí…y aquí también”. Agitado, descubrí con horror que mi pija ya estaba dura en todo su esplendor, palpitante de calentura y, probablemente, imbuida del líquido pre seminal que liberaba con su ritmo pausado pero constante.
-Date vuelta- me ordenó.
-¿Qué?- respondí, desentendido.
-Date vuelta- insistió. Sentía su voz retumbar en la nuca y mis cachetes.
No terminé de darme vuelta cuando me rodeó la cintura con el brazo y me refregó su chota contra la mía. Mi cuerpo se puso tieso y no atiné a reaccionar.
-Así que te calientan las pijas a vos, pendejo, ¿eh?- susurró-Te voy a mostrar una pija de verdad para que dejés de mirar esos videítos de mierda-. Rápidamente, desenfundó un enorme pedazo de su pantalón pampero y lo bamboleó en el aire cual bengala navideña, una parafernalia de virilidad que no entendí en ese entonces y que recién de grande aprendí a decodificar.
-A ver vos- dijo, y tragó saliva. Escuché el altavoz del verdulero del barrio a lo lejos y pensé en mi abuela, reunida junto a su cofradía de vecinas charlatanas. -A ver como venís, pibe-.
Me frotó bruscamente la pija sobre el bóxer, completamente abananada sobre mi muslo izquierdo, la apretó con fuerza y me estremecí por el suave ardor que produjo el roce de la malla del short sobre la superficie del glande.  De un solo movimiento, me bajó el short completamente hasta los tobillos, dejándolos en reposo sobre mis zapatillas blancas. Contempló todo con una sonrisa amplia, de oreja a oreja.
-Vos con una pija de este tamaño te deberías estar culiando todas las compañeritas del colegio, no mirando videítos como un huevón-se burló-y mirate esos huevos… parece que llevás un contrabando de monedas ahí- me los agarró con firmeza y largó una risotada, yo me estremecí tanto que mis talones despegaron el piso -Ahora veamos si ya largás buena leche-.
Se arrodilló frente a mi pija y, sin mayores preámbulos, se tragó tres cuartas partes de un solo bocado. Mi torso se desvaneció con la sola sensación de su lengua rodeando el tronco, y tuve que frenar la caída sosteniéndome de sus hombros con ambas manos. Su cuerpo era duro, macizo, completamente distinto del de mi papá, por ejemplo, que cada vez que lo estrechaba se sentía como una alforja de avena. 
Luis cabeceó por largos minutos que a mí me parecieron una eternidad, alternando el apoyo de sus manos en mis nalgas frías con la parte de atrás de mis rodillas temblorosas. Cuando advirtió que mis gemidos no anunciaban otra cosa que un irrefrenable orgasmo, se la desmontó de un solo movimiento y la pajeó frenéticamente. Enloquecido de calentura, me hundí de lleno en la pared de cerámico del baño y acabé sobre él,  enguascándole el mentón, la oreja izquierda y la camisa a cuadros con certeras ráfagas de leche. Me ahogué con una mano un alarido de placer, mientras sostenía la otra clavada en su hombro, muy cerca de su cuello, casi en un gesto de ahorco. Finalizado el asunto, mientras las ondas eyaculares abandonaban mi cuerpo, fui arrugándome lentamente y cuesta abajo hasta quedar de rodillas, frente a él. Con el torso agitado y el culo al aire, me quedé en cuatro patas mirando fijamente las gotas dispersas de semen que dejé alrededor de don Luis, tratando de recuperar la respiración, procesando lo que me había hecho.
-Mirá el enchastre que me hiciste, pibe- reclamó con tono burlón. Avergonzado, confundido y con un extraño golpe de realidad, me apuré en incorporarme, pero su mano en mi cabeza me detuvo.

-No, ahora te quedás ahí que no terminamos- 

Antes de que pudiera hacer algo, se paró con agilidad y me agarró la cabeza con ambas manos. No terminó de decir “abrí la boca” cuando ya sentía su glande empujar mis labios con fuerza y apretando mis dientes. En pocos segundos, ya tenía casi la totalidad del pene duro de don Luis, escurriendo profusamente sus fluidos en mi cálida cavidad bucal. En poco tiempo, abandonó la suavidad primigenia con la que me abordó la jeta, metiendo velocidad y fuerza a la empresa de cogerme el marote y golpeando ocasionalmente mi faringe, lo que me provocaba pequeñas arqueadas y uno que otro lagrimón. Luis alzaba su mirada al techo en todo momento, con una mano me sostenía la quijada y con la otra un mechón de pelo, apresando de esta forma toda mi cabeza entre la pared y sus caderas, acompasadas rítmicamente al movimiento de su bestial embestida. Chorros de saliva patinaban la comisura de mis labios, las rodillas se clavaban quejosas sobre el gélido piso de porcelanato y mi pija pendulaba, flácida y dolorida, colgando finas hilachas de semen residual. Mi frente se sentía febril y transpirada, mi estómago vacío. 
-Ahora vas a tener que aguantar un poco pibe, eh- gruñó con fuerza Luis. En una fugaz maniobra, soltó mi pelo y quijada y colocó sus pulgares dentro de mi boca, rodeando con el resto de sus dedos la totalidad de mi cabeza. Para mi sorpresa, palanqueó con fuerza hacia los laterales de tal forma que mi boca quedara exageradamente abierta. En esta posición, con mis fauces expuestas y disponibles, don Luis arremetió con violencia su acción perforadora, asegurándose un hueco amplio donde soltar toda su leche. Inmediatamente, luego de varios suspiros con palabras inentendibles (creo recordar que dijo algo así como “AFFFHU”), metió cinco golpes certeros contra mi garganta. Mareado por los golpes contra la pared que esos últimos trechos significaron para mi cabeza, apenas percibí las espesas cantidades de semen caliente que empezaron a desfilar por mi laringe. “Waaaaaah”, le escuché decir, empujando su miembro todavía más al fondo; parecía que sólo se iba a detener cuando su miembro traspase mi cráneo y se dé contra el cerámico. Atiborrada de leche y poronga, mi boca tosió por reflejo y expulsó la poca cantidad de leche que no llegué a tragar. Torpe, en cuatro patas y todavía unido a Luis por una delgada línea de leche que conectaba su pija con mi boca, estuve largos segundos tratando de recobrar mi aliento y armándome de voluntad suficiente para pararme. Todavía en esa posición, con la mirada fija en el cerámico, escuché a Luis subirse el cierre del pantalón y abrocharse el cinto.

-Levantate, pibe, que tengo que seguir laburando.