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Trio inesperado. Guascazo, tras guascazo y un tiro certero.

Por Daniel F | Entre charla y café, la sobremesa de la cena se había extendido bastante más de lo previsto. Ya no pasaban los colectivos ...

Por Daniel F | Entre charla y café, la sobremesa de la cena se había extendido bastante más de lo previsto. Ya no pasaban los colectivos hasta que con las primeras luces del nuevo día el movimiento de la ciudad se reanudara. Se despidió de sus anfitriones, se enfundó en su abrigo y emprendió la caminata. Todo era silencio y quietud en una zona en la que abundaban mayormente los depósitos de materiales para la construcción. Iba con paso firme, pensando en nada.


De pronto divisó las luces de un vehículo, en sentido contrario, dirigiéndose hacia él. Se inquietó un poco, pero el automóvil siguió de largo. No obstante, el alivio fue muy breve. El automóvil frenó a escasos metros detrás de él. Bajó un tipo corpulento quien, aunque vestido de civil, le increpó: “¡Alto! ¡Policía!” Se dio vuelta. El tipo se acercaba a él con cautela: “¡Quedate quieto! ¡Sacá despacio las manos de los bolsillos y levantalas!” Obedeció en silencio. Acto seguido, el tipo lo tomó de un brazo y lo introdujo en el asiento trasero, sentándose junto a él. El que conducía trabó las puertas y reanudó el viaje.

El que iba atrás con él, seguía con el arma en una mano. Con la otra empezó a palparlo y a revisar sus bolsillos, a la voz de: “Dame la billetera, el celular, todo lo que tengas”. Ahora, sí, aterrado, comprendió y accedió a los requerimientos sin protestar. “¡Levantate un poco, carajo!” El tipo procedió a requisarle los bolsillos traseros. Pero no solo eso; con descaro aprovechó para manosearle el culo. El muchacho se movió y atinó un tímido: “Pará”.

“No te hagas el arisco”, recibió por respuesta. A lo que el tipo prosiguió dirigiéndose al conductor: “¿Lo escuchaste? Ahora el putito se hace el que no le gusta.” Las dos carcajadas retumbaron en el interior del auto. El muchacho miraba de reojo por la ventanilla, por si pudiera hacer una seña de pedido de auxilio a alguien, pero el vehículo transitaba por calles oscuras y desiertas. Lo despojaron de su abrigo, del reloj, una pulsera y un anillo, además de la billetera y el celular. Y tomándole el llavero, el tipo a merced de quien estaba anunció: “Ahora vamos a tu casa, a seguir la fiestita. ¿Dónde vivís?”.

Jamás develaría eso. Convivía con sus padres ya mayores; no los expondría a semejante situación. Prefería que lo mataran, ya que a esta altura de la odisea se había resignado a ese desenlace. Se mantuvo en silencio. “¡Hablá, puto de mierda!”, a lo que siguió una cachetada en la cara, pero no tan fuerte, ya que la proximidad de los cuerpos le había impedido envión al golpe. Siguió en silencio.

El tipo volvió a dirigirse al conductor: “El pelotudo no quiere abrir la boca para hablar”. Por primera vez, el otro hizo escuchar su voz: “Capaz le gusta abrirla para otra cosa”. El de atrás volvió su mirada al muchacho: “Me parece que sí. Tiene cara de come pijas. No querés hablar, entonces chupámela.” Y con la mano libre abrió su bragueta y extrajo otra arma, casi tan amenazadora como la que tenía en la otra mano.


El pobre muchacho pensó que ese podría ser el precio para su salvación. El tipo le agarró la nuca y llevó la cara del muchacho hasta su verga que empezaba a erguirse, gruesa, sudada. “¡Chupá, pendejo!” Con la respiración entrecortada por los nervios y el miedo, comenzó a lamer aquella chota.

Claro que le gustaba chupar pijas; pero esta vez no se trataba del noviecito con el que había roto relación hacía pocos meses, ni siquiera era un levante ocasional. La rudeza y la contextura de los tipos lo intimidaban. De todos modos, intentó relajarse y hacer un buen trabajo, esperando obtener así el favor de sus captores. “¿Viste? Sabía que te gustaba”. Y al que conducía: “Mama lindo, este chabón”.

Sin soltar el revólver, el tipo se desabrochó el cinturón y el botón, se bajó un poco el jean y dejó al descubierto toda su velluda genitalidad. Tendría unos cuarenta y pico. El muchacho hacía su trabajo con la pija y los huevos de su captor, mientras éste le metía una mano dentro del pantalón para tocarle el culo y llegar a su ojete. “¡Por Dios! Qué culito apretado. Es de los que te gustan a vos.” A lo que el conductor aludido  respondió: “Obvio que no me pienso quedar afuera”.


Al llegar a una zona descampada, el vehículo se detuvo. El seguro de las puertas cedió, pero el muchacho supo que de nada valdría intentar una fuga. “Vos seguí con lo tuyo”, le ordenó el que estaba con él. El que conducía bajó, y abrió la puerta de atrás. “¡Bajate el pantalón!” Casi le rompe el calzoncillo de la fuerza con que se lo tiró. Bruscamente le abrió los cantos, escupió en el orto del muchacho y empezó a meterle un dedo. El segundo tipo también era corpulento, de dedos gruesos y movimientos bruscos. Sumó otro dedo. El pobre muchacho empezó a sentir incomodidad, pero prosiguió chupándole la verga al otro que, por su excitación estaba adquiriendo un tamaño y una dureza considerables. Tres dedos toscos hurgando en su cavidad anal, mientras una tremenda pija ocupaba toda su boca.


“Yo también quiero que me la chupe”, protesto el que había estado manejando. “Y yo ya la tengo a punto para ponérsela”, respondió el otro, que prosiguió dirigiéndose al muchacho: “Bajá despacio y no se te ocurra hacer ninguna boludez, ¿entendiste?” Aturdido entre el miedo y el morbo que empezaba a darle la situación, retrocedió con el culo al aire hasta salir del auto. El otro también bajó por el otro lado, y se dirigió donde estaban los dos. El que conducía le agarró la cabeza al muchacho y la llevó a su verga, que asomaba del cierre, todavía con el prepucio sin correr. El otro, se frotó un poco su pija, y la calzó al orto del muchacho para entrársela de una con fuerza. El pibe gritó. “Dale, que te gusta, guachín”, se reía el tipo mientras aceleraba el ritmo del bombeo. “¡Cómo la chupa este pendejo!”, “¡Qué putita nos estamos cogiendo!”, y otros comentarios similares, alternados con otras expresiones de placer de unos, y gemidos de dolor de otro. “¡Me la estás poniendo al palo!” decía el que era chupado, mientras el otro, haciendo cada vez más violento el bombeo de sus caderas, estaba por explotar: “¡Te voy a llenar el orto de guasca! ¡Sí! ¡Ahí viene...! ¡Ahhhh!” y los espasmos de la verga del tipo lanzaban borbotones de leche adentro del muchacho. Cuando se la sacó, todavía la tenía dura y chorreante. Buscó el rostro del pibe y le indicó: “Límpiame y tragala”. El otro cambió de posición para aprovechar como lubricante la guasca que iba saliendo del orto del pibe, un agujero caliente y enlechado. La segunda pija no era tan grande como la primera, por lo que entró fácil. Mientras, le daba chirlos en las nalgas. El otro tipo, aunque ya había acabado, insistía para que se la siguiera chupando. Poco después, otra guascada siguió llenándole el culo.



El muchacho estaba exhausto de nervios y excitación. Quiso subirse el pantalón, pero el tipo que había ido en el asiento trasero con él se lo impidió: “¡Quieto!” El otro volvió al volante. Sentía que restos de leche bajaban de su orto por la entrepierna. “Nosotros nos vamos. Date vuelta, contá hasta diez y ni se te ocurra mirar porque sos boleta”, le daba instrucciones el que nunca había soltado el arma, ni siquiera para cogerlo. “Después, andate a la mierda, puto.”



El muchacho estaba convencido de que lo matarían de cualquier modo. Por un fugaz instante pasaron por su mente los rostros de sus padres, de quienes no podría despedirse, y de su ex noviecito, a quien no había dejado aún de amar y extrañar. Decidió un último acto de coraje. No se dio vuelta. Con gesto desafiante enfrentó con la mirada los ojos de su violador armado. Sería la última persona a quien vería en su vida. El tipo apuntó.

Y tiró.

Inmediatamente, subió al auto y cerró dando un portazo. Los dos delincuentes se dieron a la fuga.

El frío de la madrugada le hizo reaccionar. Se subió los pantalones, se acomodó un poco la ropa. No tenía abrigo, ni celular, ni billetera… El culo le ardía, el corazón le latía con fuerza. Calculó donde estaba y por donde emprendería el regreso. Inició, aturdido la caminata. No dejaba de pensar en lo sucedido. No olvidaría jamás el rostro de ese tipo que, antes de escapar con el otro, le había tirado un beso.