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Ciberteteras: Mi mundo privado

Tulipán | Centro porteño. Es casi la una; la hora del almuerzo. La calle se llena hombres que salen de la oficina, miran que ningún compañer...

Tulipán | Centro porteño. Es casi la una; la hora del almuerzo. La calle se llena hombres que salen de la oficina, miran que ningún compañero los vea y suben, apurados, las escaleras. Cuando llegan al primer piso: respiran. En el mostrador hay un joven, mala onda, que apenas devuelve el saludo. Lleva trabajando algunos años. Ahora está como encargado, pero empezó como los chicos que tiene a cargo. El trabajo, a primera vista parece simple: dar y recibir el número de cabina que van a usar para conectarse a Internet, fijarse en la compu cuánto tiempo estuvieron y cobrar; pero no es tan fácil… 



Los oficinistas van llegando, y al ver que las cabinas están ocupadas, se impacientan. Se sientan en las sillas de cuerina negra, heridas, de donde sale goma espuma que parece leche hirviendo y miran el celular. Por los pasillos circulan hombres que salen y entran de las cabinas. Caminan como zombis buscando algo. La mayoría de camisa y pantalón de vestir, pero también hay chicos con remeras de Los Redondos, de fútbol, jean y gorrita. Un turista con la mochila a cuestas y una botellita de agua en el bolsillo. Tiene los ojos y la piel tan clara que parece transparente, las zapatillas Nike Aire son gigantes y su altura, también. Paga en la caja y baja las escaleras; tranquilo. Un empleado corre con una franela naranja y el pomo de agua en la mano hasta la cabina donde estaba el turista. 

El lugar tiene aire acondicionado y la temperatura es perfecta; pero las computadoras son viejas y los escritorios no tienen onda. Cada cabina mantiene una ventana, que casi todos tapan con sus camisas o remeras. Un pestillo permite cerrarla por dentro, pero casi todos prefieren dejarla en vaivén. Pienso que es el lugar ideal para los voyeristas. Inclinándose hasta tocar el piso, hay una abertura de medio metro que comunica una cabina con otra, desde ahí se pueden ver las piernas de los cibernautas: algunos despatarrados, otros con las piernas extendidas; pero, la mayoría con los pantalones bajos. En algunas cabinas se ven cuatro pies. O dos piernas abiertas que se mueven como una hamaca. El pasillo es un desfiladero de visitantes que van y vienen espiando qué es lo que hacen los demás. Un hombre canoso mira una porno hétero con los pantalones bajos pero no mira la pantalla; hace que mira. El que pasa: espía, preso de su deseo; y entra. La mayoría tienen la pija afuera mientras le dan a la matraca sin pudor. Algunos tienen los auriculares en las orejas, para evitar cualquier tipo de diálogo con el que será su compañero de pajas, petero o algo más. Otros tienen un vasito de telgopor al costado del escritorio, junto a un paquete de carilinas. No hay una sola mujer. 

Cuando se hacen las 3 de la tarde el limpia leche pasa con el desodorante rociando el ambiente como si estuviese en un avión, mezclando el olor a sudor, canela y semen que flota por el aire con el de brizas del mar. Ahora hay menos gente, pero no dejan de entrar y salir clientes, de forma más pausada.  


Es un lugar donde no median las palabras, donde los cuerpos sin nombre se sacian en silencio, donde nadie gime, nadie grita. Se hablan con señas o se muestran los números de la cabina que habitan; los encuentros no se prolongan fuera del lugar: son instantáneos: carnales, salvajes (casi nadie usa preservativo) y rápidos; sin compromiso. Ni las locas (que las hay y muchas) hablan. Vuelvo a la cabina y me quedo solo, pienso que la gente deja su ego afuera. Acá nadie “es”. No son el gerente de sistemas, el diseñador web o el ejecutivo de ventas, sino un animal salvaje, un animal en celo. Los oficinistas se relacionan con gente que nunca hubieran hablado en la oficina, por las jerarquías, claro: el cocinero del bar, el cadete, el chico de soporte técnico; y viceversa. Las paredes de madera, color piel, dejan ver algunos lechazos que no salieron con la franela naranja, como si fuese una obra de arte. 

Un chico se sienta con los ojos desorbitados. Tiene un pantalón de trabajo con franjas flúor y un bolso. Cuando le pregunto si es la primera vez que viene me mira y zamarrea la cabeza de arriba abajo. Otro, con la campera en la mano me dice que los chinos también eran los dueños del otro ciber, el que quedaba al lado del Bingo, en Congreso; pero que a ése lo cerraron definitivamente. “Éste, es el que más gente viene, lo cerraron una vez, pero lo volvieron a abrir. Será porque les deja guita… Tienen otro en la otra cuadra, en la galería. No sé. Antes, las puertas no tenían ventanas. Cambiaron esas giladas, algo del baño, pero acá siempre es lo mismo. Hay temporadas que el encargado de acá se pone más ortiva -me dice bajando la voz- pero no pasa nada, lo hace para figurar. A veces es mucho el descontrol y la onda es que se haga de todo, pero con carpa”. 

En la Ciudad de Buenos Aires funcionaban más de 465 cibercafés, de los cuales 150 tuvieron al menos una vez la faja de clausura y cuarentena mediante se calcula que unos 250 fueron cerrados definitivamente. En el último allanamiento el 40% de los locales inspeccionados son de los chinos, que parece, apostaron no solo a los supermercados y casas de comida por peso, sino también a los ciber. 

“No es raro encontrar forros en el suelo, en cualquier ciber. Si son 24 horas. Y tienen cabinas o un baño, listo. Siempre pasa algo”, me dice Marcos, con un rosario colgando. Frecuenta un ciber del Abasto que tiene un gloryhole casero hecho a golpes por los que van. La adrenalina fluye más fuerte cuando el encargado del local se pasea hasta el fondo y todos corren a sus cabinas; eso forma parte de la escena, un juego donde todos saben que están jugando.