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Mi salida del ropero, por Juan

Mi historia arranca hace cuarenta y tantos años atrás, verano, con mis compañeros de primer grado estábamos en la pileta del club, nos ca...


Mi historia arranca hace cuarenta y tantos años atrás, verano, con mis compañeros de primer grado estábamos en la pileta del club, nos cambiamos en el vestuario y yo que me quedo sorprendido-impresionado-excitado al ver varios hombres desnudos en las duchas. Ya en ese primer registro de que “ESO” me había gustado, aparece el registro de que eso estaba “MAL”. A partir de allí se desató el infierno propio, vivido a cada instante con la misma intensidad que era negado.
Pasan los años, pocos amigos, como único deporte la natación (en solitario pegarle una y otra vez terribles mazados al agua). Toda la fuerza puesta en el estudio y la lectura, única novia a partir de los 16 años: secundaria sin pena ni gloria, universidad con mucho estudio y, sin darme cuenta, ya encontrarme recibido.
Me críe sintiendo que era el “niño perfecto”, que cumplía las expectativas de todos. Excelente alumno, excelente hijo, excelente atleta e incluso era monacillo. Pero ante cada palabra de reconocimiento de mis “logros”, por dentro una vocecita me decía: “sí, pero sos puto”.
A los 22 años, recién recibido, aún virgen, tengo la oportunidad de ir a un cine porno, había dos salas, una con películas gay y otra con las películas hétero. Recuerdo estar de pie en el fondo, unos minutos en una sala, unos minutos en otra sala sintiendo con claridad que no podía seguir haciéndome el tonto. Sabía bien qué era lo que deseaba.

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Luego de este episodio, me separo de mi novia, convencido de que no podía engañarla más. La amaba con locura. A los cuatro meses, la angustia, la culpa, el temor y el amor que sentía hace que vuelva junto a ella. Le propongo casamiento.
La vida en familia
Comienza allí otra historia, la de vivir en familia, la de disfrutar y atesorar cada momento vivido, compartido. El amor que sentía por ella era intenso y genuino, pero a su vez había una voz que me seguía diciendo que algo no iba bien.
Nacen mis hijos: vivo y disfruto de la paternidad, lo que se convierte en uno de los mayores placeres de mi vida. Recién a mis 35 me animo a “engañar” a mi esposa por primera vez y me animo a “debutar” con un hombre. Fue una experiencia exquisita, excelente, un momento aún más mágico de lo que jamás había soñado. Fueron millones de besos, abrazos, miradas, caricias y palabras dulces. Bastó para marcar un quiebre en mi vida.
En esta etapa se profundizó esta dicotomía, este placer intenso de compartir mi cuerpo con un hombre igual que yo y el terror de la culpa, del engaño, de lo indebido. Yo no conocía la palabra HOMOFOBIA INTERNALIZADA, pero ella sí me conocía a mí muy profundamente.
Diez años pasaron de encuentros furtivos, momentáneos cuando había suerte de organizar este encuentro clandestino sin levantar sospecha. Para ese entonces ya me angustiaba mucho más la culpa. Y un día llegó mi primer amor, un amor de verdad, intenso, real, pero intensamente doloroso por sentir que era un amor imposible ya que ninguno de los dos estaba dispuesto a animarse a vivirlo porque los dos estábamos casados con mujeres.
Cuando la esposa de él se entera, los dos me piden que me aleje, que ellos intentarían reconstruir su matrimonio. Así lo hice.
Un quiebre
En ese momento decido que mi vida no puede seguir igual. Decido contarle toda mi historia a mi esposa y separarme. Entonces la sumí en un caos total y absoluto, a mis hijos también. A los pocos meses, por culpa decido volver con mi familia. Con mi esposa pensamos que podíamos recuperar el placer de la compañía.
Fueron tres años muy difíciles. Un par de días al mes, en algún viaje de trabajo ambos sabíamos que yo tenía de alguna forma “el permiso” para vivir mi parte gay, para luego volver a la vida hétero. Yo internamente sabía que eso no era para toda la vida, que era un momento intermedio para decir hasta aquí llegamos.
Fui yo el que dije basta. Luego de meses de encontrarme en forma ocasional con un mismo hombre me di cuenta de que me movilizaban otros sentimientos. Esa separación fue la definitiva. Para ese entonces toda la familia (padres, tíos, hermanos, cuñados, primos, etc.) hacía ya años que conocían esta verdad, pero de eso no se hablaba.
Hasta que se tuvo que hablar. En esos momentos uno termina escuchando frases muy dolorosas, muy hirientes y, también, algunas pocas de cariño y contención. Pasan las semanas y la situación poco a poco va cambiando: todo el mundo se da cuenta de que la vida sigue más allá de que uno de los propios, uno de la familia sea un puto asumido.
Hablar con los chicos
Lo más difícil fue hablar con mis hijos, algo que se dio en medio de una discusión. Fue uno de los peores momentos de mi vida. Pienso que también ha sido uno de los peores momentos para ellos: tener que enfrentarse a esa realidad de ese modo. Luego hubo muchas charlas, encuentros, todos difíciles y dolorosos. Pero pudimos empezar a entendernos.
Pasado ya unos años y, como siempre seguí estando presente como padre, preocupándome por sus vida, recuperamos la relación, distinta a la que teníamos, pero en la que de nuevo está presente el cariño y el respeto.
Uno de mis hijos es gay y creo que, de alguna forma, lo supe desde siempre. Luego de un tiempo de presentarnos a un amigo de la facultad, se decide a contarnos que en realidad era su novio. Algo que tanto su madre como yo intuíamos sin haberlo hablado. A su madre le llevó mucho tiempo poder disociar la bronca que sentía hacia mí por mi homosexualidad no tenía nada que ver con nuestro hijo. De a poco lo fue aceptando.
Por mi parte, cuando hablamos de este tema con mi hijo le dije que me sentía tremendamente feliz de que pudiera ser fiel a sí mismo, de que se animara a vivir lo que sentía. Es una alegría inmensa para mí ver en él un muchacho feliz y agradecido de la vida. Creo que él también se siente bien de verme compartir la vida con mi novio, el ser al que amo.
Juan publicado en Boquitas Pintadas