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Vergara. Introducción

José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos| Esto que pasó es increíble. Me estaba bañando y sonó el teléfono de línea. Por lo genera...

José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos|

vergaraEsto que pasó es increíble. Me estaba bañando y sonó el teléfono de línea. Por lo general, cuando suena, quien atiende las llamadas es mi media naranja (o medio limón, como solemos decir) pero esta vez no estaba. Permanecía en el exterior, haciendo negocios y ya lo estaba extrañando. “¿Y si era él? Así que salí del agua y bajé las escaleras de mármol hasta llegar al living. Nuestra habitación está arriba, en suite, y nunca nos decidimos a colocar una extensión y mucho menos desde que existen los celulares. Desnudo y a medio secar, atendí. Era Vergara, veinte años después. Me tuve que sentar. Cuando colgó me vestí a las apuradas y salí a buscar al chico a la estación: a Ismael (Dios oye), el hijo de Vergara. Bajé del taxi, lo busqué, lo encontré. Yo no lo conocía. Me preguntó, con timidez: “¿Hablaste con Vergara?”. “Tu papá”, puntualicé, y es lo único que pude decir. El pibe, quien rondaba los veinte años, irradiaba una belleza que te dejaba sin aliento.

Volvamos para atrás. Los primeros días sin Ramoncito me resultaban intolerables. Aun así, y como por arte de magia, los muchachotes del barrio se percataron de mi presencia. Con una discreta fama a cuestas, todos querían ir a pescar conmigo al caudaloso río que atravesaba el territorio. Y yo acepté, algunas veces. Llevábamos las cañas, los anzuelos y las lombrices pero no pescábamos. A poco de llegar y en el bosquecito adyacente el guacho me preguntaba, tocándose: “¿Es cierto lo que me dijeron?” Y yo le contestaba, envalentonado: “Sí,  ¿por qué? Y me agarraban la mano, enseguida. Tras el pantaloncito rotoso y asomándose por abajo, una dureza incontenible amenazaba con romper la tela. Morada, enorme, luminosa, la punta de la pija prometía un festín, una revancha calurosa, la mejor manera de no llorar la ausencia de Ramoncito. Mis dedos, al tocar, se electrizaban. Adivinándola en todo su grosor y en toda su largueza (por alguna razón los que se animaban tenían con qué) un ligero temblor se apoderaba de mi cuerpo. Y entonces yo, para no morirme, extendía mi mano sobre el montón intentando atrapar con ese gesto la vibración de la carne. No había vuelta atrás, mejor dicho, sí. Sólo restaba entregar mi turbación y mi necesidad a esa virilidad desenfrenada


No recuerdo sus nombres pero sí sus atributos. Y sobre todo la dureza plena, el entusiasmo, la valentía de proferir con sus medias palabras verdades verdaderas, “¡uh, mirá cómo se puso!”, sacándola de golpe, enredando la cabeza descomunal con el hilado, todavía inexpertos, y de repente sabios, “tocá, tocá, ¿te gusta?”, orgullosos, enterados de su virilidad desarrollada, inaudita, “¿viste qué grande que es?, intimidados también, inocentes, “¡no le vas a contar a nadie, eh!”, intrigados, “¿te dolió, cuando te cojió el paraguayo te dolió?”, atreviéndose, agrandándose, “conmigo no te podés quejar”, excitados, también enamorados,“¿me dejás?, ¿me dejás que te la ponga?”, decididos, audaces, “bajate el pantalón, date vuelta”, enardecidos, locos, “¡te cojo, te cojo, puto, no grités!”


 Happy times / moments heureux