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Ismael (Dios oye). Primera parte

José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos| Debo reconocer que me gustan los muchachos, y los reconozco por el olor, como de pan fre...

José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos|

IsmaelDebo reconocer que me gustan los muchachos, y los reconozco por el olor, como de pan fresco y alelíes. Y porque andan por el mundo despertando suspiros. Nadie que tenga corazón y, por supuesto, pija, puede permanecer indiferente. Son el capricho de Dios, una avanzada del paraíso y también del infierno. Nunca se enamoren de un muchacho. Son como el agua que como tal se escurre y te dejan con sed. Son como el aire pero es uno que te asfixia. Ahora bien, el día en que te cojés al guacho, sos Gardel. Vale la pena el sufrimiento.

Ismael a los quince años quiso ser seminarista. Se había enamorado de Dios. A los diecisiete tuvo una crisis de fe. Se pasaba horas delante de un espejo, desnudo, intentando descubrir qué había de pecaminoso en ese cuerpo que descubría atiborrado de dones, y uno fundamental. A los veinte, y aconsejado por Vergara, se propuso ingresar a la UCA, la universidad católica argentina. Y en eso andaba. Nunca dejó de creer en Dios y es una de sus virtudes. La otras,  y que iré enumerando, me fueron quitando el sueño.


Un primer incidente ocurrió a la hora del baño. El lugar que le correspondía, lindante con el cuartito asignado, tenía problemas con la ducha. Llamé a Mario, el plomero, quien prometió arreglarla la semana que viene. Mientras tanto, y con el chico a medio vestir, le propuse usar mi cuarto de baño, el que está arriba. Cuando terminé de hablar lo acompañe hasta el lugar, le di las toallas, abrí el agua para el baño de inmersión, salí…quise salir. “¿Por qué no te quedás, mejor, a ver si me ahogo?, me dice. Ahí me di cuenta de que estaba un poco loco pero era una locura linda. “Así hablamos, papi, ¿no me querés conocer?”, agregó. Ante esas situaciones, yo me conozco, me estalla la cabeza. Todo lo que está a mi alrededor desaparece y lo único que veo es el objeto, la matriz, un Aleph enloquecido con forma de muchacho. A veces, como en este caso, el muchacho se transforma en flor y me dan ganas de arrancarla. El deseo es violencia, llamarada y hay que ser muy cautos para no incendiarse. No todavía.


Dale, un ratito”, dije, tragando saliva. Ismael es flaco y alto. Frente al espejo, observándose, se entretiene rascándose una pequeña herida que ostenta en uno de sus hombros, el derecho. “¿Quién te arañó?”, pregunto, con alguna intención. “Todavía nadie”, contesta, y sonríe con esa sonrisa que tardé en dilucidar: timidez y desenfado, y todo al mismo tiempo. “Que no sonría, Dios”, rogué, pero Dios estaba ocupado en esos momentos y me entregó así, de pies y manos. Pero sobreviví. Esto recién empieza. Y vestía, mejor dicho, cubría su desnudez con harapos, como dicen los libros. Ante tanta magnificencia de la carne, todo hilado es miserable. Describiendo: unos pantaloncitos blancos de gimnasia y abajo nada al parecer. No quise mirar mucho para no quemarme los ojos. Y lo bien que hice. Quedarme ciego de repente cuando había tanto por hacer… Ya llegará la hora, me dije, y llegó. Esto que les cuento es real, sucedió en estos días y todavía me están sangrando las manos.


Sigo. Miré sus pies, para distraerme. No debí hacerlo, también es peligroso. Sobre el embaldosado, calientes, sus pies semejaban peces. Y despedían olor. Sentí mareos. Una fragancia a mar y a uvas podridas. Tuve hambre y sed de repente, y ganas de arrodillarme. Rezar: “Dios mío, aparta de mí este cáliz”. Pero Dios lo tenía todo preparado. Se le había ocurrido entregarme al chico, era Su voluntad que me lo cojiera. Y obedecí, claro, aunque no ese día. Faltaban un montón de cosas que ya les contaré y de manera más simple, lo prometo. Pero hoy, perdónenme el lirismo. Ya termino. Me levanté para dejarlo solo. Mientras salía, Ismael se sacaba con suavidad el pantaloncito para meterse al agua. No miré. Recordé un poema de antaño. Se los dejo, por si lo necesitan alguna vez: “Cerré los ojos cuando la flor caía/se desnucó/ y el tallo herido estalla/de pétalos ardientes mi piel abrió/de espaldas. /Desbocada./ Te arrastré no muy lejos/apenas que tus pies se mojaran”.


 


(Continuará)

 

Leé acá de José María Gómez: “Ismael (introducción)”