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Las pensiones. El Braulio. Tercera parte

José María Gómez/Las pensiones/El Braulio (Él: “Nunca te dije nada, no me hablás. Si vos querés, yo… yo me quiero acostar con vos… ahora”.  ...

José María Gómez/Las pensiones/El Braulio

(Él: “Nunca te dije nada, no me hablás. Si vos querés, yo… yo me quiero acostar con vos… ahora”.


 Y se puso de pie. Se había bajado los pantalones hasta las rodillas y se tapaba el sexo con las manos, no sé cómo podía hacerlo, pero se tapaba. Y se acercó, lentamente).

 Jose María Gomez


Sabía hacerlo. Eso es lo que más recuerdo de él: sabía hacer el amor; que no es fácil, mejor dicho, hay para todos los gustos. Todos sabemos lo que significa hacerlo en pocos minutos, atento a los sonidos del afuera, esperando la entrada del personal de seguridad, por ejemplo, pero no es el caso. Estoy hablando de la otra forma (ni más ni menos excitante): en una cama y con un guacho hermoso y con toda la noche por delante.


Había nacido para eso, para que lo disfrutaran; lo usufructuaran, digo yo. Y él lo aceptaba (a veces a regañadientes). Me contó después que había hecho el amor por primera vez los dieciséis años, con un colectivero. El hombre terminaba todas las noches el recorrido a la vuelta de su casa y, casualmente, era el mismo que lo traía desde el colegio a media tarde.  Parece que era simpático y bonachón y se habían hecho muy amigos. Lo invitaba a tomar cerveza con coca cola a la noche en el planchón, solos, y al Braulio le encantaba estar con él. Dice que el colectivero le decía: “¡Qué pinta que tenés!, a vos nadie te va a poder decir que no”.


Una noche de mucho calor, el hombre se puso a orinar ahí nomás, delante de él y lo invitó a hacer lo mismo. “Estamos entre hombres”, agregó, para animarlo. El Braulio aceptó pero cuando se bajó los pantalones y la desenredó de adentro del calzoncillo, el colectivero tambaleó y le dijo, con los ojos desencajados: “¿¡Qué tenés ahí?!!! Entonces subieron al colectivo y el susodicho, contra toda precaución, lo sentó en el último asiento y se la chupó. Pero a continuación y, fuera de sí, según me contaba el Braulio, se acomodó arriba de éste, de espaldas y, agarrándose de la manija del asiento anterior, comenzó a bramar sin control mientras le entraba: “¡Mi Dios, mi Dios!”.


 


Desde esa noche, el Braulio dejó de pagar el colectivo.


Sigo con lo nuestro: al llegar a mi cama, bajo la luz tenue de la lámpara, el Braulio me tomó en sus brazos, literalmente. “No tengas miedo, no te va a pasar nada”, susurró mientras me acomodaba en su regazo. Yo, nervioso y desconfiado, no lograba reaccionar hasta que hizo algo inesperado: me besó. Quedé disuelto. Y a continuación me desnudó.


 

Continuará.

 
Leé aqui más sobre la saga de El Braulio